domingo, 16 de enero de 2011

UN REY GUANCHE EN VENECIA

UN REY GUANCHE EN VENECIA

A través de la ventanilla del vagón se iban sucediendo las imágenes de una gran laguna, Venecia, estaba más cerca de lo que esperaba. El tren fue aminorando la marcha, y la llegada a la estación de Santa Lucía, hizo que la gente, sedienta de ver las imágenes reales de la que está considerada una de las ciudades más bonitas del mundo, se levantara de sus asientos para palpar y sentir la ciudad.
La estación de Santa Lucía, a las tres de la tarde, era un flujo de ir y venir de un turismo atípico que se puede ver en otros lugares del mundo. Salgo de la estación de Santa Lucía, aparecen los viejos palacios bañados por unas aguas tranquilas, que solo las agita el tráfico de las lanchas taxis o los vaporetos que trasladan a los viajeros por los canales de la ciudad. Una ciudad que parece salir del fondo del mar y que agita sus piernas para mantenerse si hundirse. Venecia, es una sucesión de calles estrechas, de puentes, de palacetes, de una tranquilidad extrema, roto en algunas ocasiones por el bullicio de la gente que transita por las calles, aunque el silencio se hace permanente en las calles, y más aún, cuando me escabullo por los callejones estrechos. Al final me doy cuenta que no hay vehículos de ningún tipo que transite por esos callejones y plazas. Para la mayoría de las tiendas y comercios el suministro de material o de víveres, se hace a través de los canales. Lanchas que se aproximan a las puertas de los viejos edificios para descargar o cargar. Sólo unos cuantos, transitan Venecia en pequeños carros de carga manuales para repartir algunos artículos.
Venecia, posee el encanto para los bohemios, para los ricos, para los soñadores, para los artistas. Venecia está hecha para gustar, para agradar a cualquier bolsillo. Por eso, me asombra ver un escaparate de Cartier donde un reloj tiene el precio de cerca de medio millón de euros, y al lado hay otra tienda donde en un reloj digital del color que elijas, le ponen el nombre que quieras por tan solo quince euros.
El corto trayecto que separa la estación de la Residencia Zanardi, donde me voy a hospedar, se me antoja más larga de lo que esperaba. Las calles de Venecia no son como en otras ciudades, cuadriculadas, no. Pareciese como si estuvieses en un laberinto de laboratorio donde colocan a un ratón en busca de la salida. Así, Venecia, no se a que cánones urbanísticos responde y porqué de estos laberintos, alguna razón tendrá.
Tan solo llevo anotada la reserva con el nombre del hotel, un código, que supongo es el postal, y un número de teléfono. Ahora siento el silencio de Venecia al oír el ruido de las ruedas de mi maleta en el pavimento de piedra, que acrecientan mis temores en poder encontrar la Residencia Zanardi. Me decido a preguntar en algún restaurante que me indican por donde puede estar, pero sigo sin poder encontrarlo. Agotado, más del ruido de mi maleta, que de llevarla, me dispongo a llamar al teléfono. Por momentos pienso, que las experiencias anteriores cada vez que he estado en Italia, siempre han sido malas en lo que se refiere a reservas, taxis o restaurantes. La percepción de que los italianos están al acecho para poder engañarme se me plantea ante cualquier decisión que vaya a tomar. Se me había pasado por la cabeza que llegado el momento, cuando encontrase la Residencia, igual me decían que no tenía reserva porque tenía que haber cumplido algún requisito de confirmar o rellenar algún formulario extra en Internet, o cualquier otra justificación para así aprovecharse de otro cliente que le ofreciera más dinero por la habitación.
Cuando llamé por segunda vez, una voz me preguntó en que calle estaba, le dije, pero no la conocía, o por el contrario, no supe pronunciarla bien. Decidí acercarme al canal principal que había pasado hacía un instante, y así fue cuando al decirle el nombre de la calle, La Magdalena, me dijo que no me moviera y que lo vería a través de una ventana. Ciertamente, allí se desvaneció el temor de la idea de dormir en los canales de Venecia a la intemperie, y el señor con mucha amabilidad, me indicó como llegar al tan buscado hotel. Sigo un poco el cauce del canal, atravieso un puente, y justo enfrente un letrero que indica la Calle Zanardi. Un viejo palacete de Venecia, donde en tiempos de esplendor vivió una familia acomodada. La entrada al palacete a través de una gran puerta de madera automática daba a un jardín adornado con materiales reciclados y pintados en colores llamativos, predominando el dorado. Imaginé que ese tipo de pintura estaba inspirada en los setenta, algún hippie romántico, pensé. En el lado derecho, parte de las instalaciones, posiblemente reservadas para almacén o cocinas, se convirtió en una fábrica de galletas después de la segunda guerra mundial y de la que solo quedaba unos ventanales grandes de cristales a cuadros que iluminaban el interior.
Una puerta de cristal accedía a una especie de porche donde estaba la entrada al palacete y otra gran puerta que daba directamente al canal que había sorteado al venir por el pequeño puente.
Allí, en aquel porche, me recibió Andrea, el responsable y uno de los propietarios de la Residencia Zanardi. Su amabilidad chocó con el pensamiento inicial que tenía, años atrás de los italianos, y en especial, por los romanos. Sobre todo aquel fin de año, que abandonado en el Aeropuerto Fiumicino de Roma. La agencia había contratado servicio de recogida en el aeropuerto, pero no vino nadie a recogerme y tuve que contratar un taxi, que conducido por un kamikaze con móvil en mano, a toda velocidad y en una noche cerrada, me llevó al hotel. A punto de infarto, bajé saqué mi bolso y le entregué el dinero de la carrera. El joven taxista me dice que me había equivocado y le había entregado un billete de menor importe. Me hizo el truco de la estampita, y allí estuve discutiendo con lo poco que sabía hablar italiano, hasta que de mala gana le dejé otro billete, y le desee lo peor para el año venidero.
Siempre hemos dicho que aunque el italiano y el castellano son dos lenguas diferentes, son entendibles, aunque difiero de esta percepción, pero si es cierto, que por extraño que parezca, Andrea me hablaba en italiano y yo en castellano y nos entendíamos.
La escalera termina en una doble puerta de cristales de colores que da a un gran salón, con ventanales hacia un patio interior con elementos de terraza, sillones, mesas y sombrillas, propias para los veranos calurosos de Venecia. Puertas abiertas que dejaban ver otros salones, posiblemente reservados para tomar el té, para escuchar música, una biblioteca, y otras dos puertas cerradas. El salón pintado a la usanza de los palacios de Venecia con el rosa y verde pálido presidido por un bello cuadro de gran tamaño, que representa la muerte de la ciudad de Treviso a manos de los romanos. Una mujer de piel muy blanca con un puñal clavado en su costado, yace a los pies de unas escaleras de mármol. Detrás de esta figura yacente, las ruinas de una ciudad saqueada y numerosos soldados y caballos que intercambian miradas cómplices. Del techo de este gran salón, cuelga una gran pantalla de lágrimas, que se me antojó de cristal de Murano, un piano de cola del siglo pasado, un maniquí con un traje y máscara tipo veneciano, y un sin fin de mesas redondas adornadas con manteles de brocados dorados y cubertería de plata, que se preparaban, según me dijo Andrea, para la fiesta de Fin de Año.
Subimos otro piso, y llegamos a otro rellano que terminaba en otro salón mas sobrio, con muebles de madera sin patina de color, pero con libros, revistas y sillas. A esa estancia dan varias puertas, cuatro de ellas con un número de latón, y grandes ventanales a un patio interior. La mía, la número cuatro. Una habitación amplia, de grandes techos, de dos ventanales que daban al jardín, y desde la que se divisan las tejas rojas y las chimeneas de un gran número de casas de Venecia. Cortinas oscuras de tela actual, un armario y un tocador. Dos sillones tapizados en terciopelo verde y los cuadros del mismo autor que las piezas del jardín. Uno de ellos colgado en lo alto del cabecero de la cama, representa dos figuras de medio cuerpo. Un señor con ropa de principios del siglo pasado, y un niño de aproximadamente nueve años, rubio, con camisa blanca que miran serios a la estancia. En la otra pared, otro cuadro del mismo estilo donde de la cabeza de un hombre mayor, cortada como una sandía a la mitad, sale un manojo de cables.
Durante el trayecto por todo el palacete, me sentí desconcertado, imaginaba que me encontraría un hotel, había visto las fotos en Internet, tampoco tenía mucho donde elegir, y es cierto que no me percaté que no era un hotel convencional. Ahora no había opción y Andrea me dio buena vibración, aunque creo que estaba algo desbordado. También pensé en que, a instancias mías, le di la copia de la reserva y no me pidió documento alguno para verificar o registrarme. Andrea me dejó un manojo de llaves. Una de la habitación, otra del cuarto de baño que estaba fuera de la habitación pero de uso exclusivo, otra llave de la subida al palacete y una última de la gran puerta de la calle exterior. Me despedí, y me senté en la cama pensando por un momento, a que se debía la risa que me entró al encontrarme solo. Dejé la maleta tal cual, salí de la habitación, dispuesto a llegar hasta la Piazza San Marco, punto neurálgico de esta ciudad.
Otra vez, ese silencio que recorre las callejuelas y palacios de Venecia, el sonido de alguna voz perdida o del chapoteo de una góndola o barco por algún canal. Al llegar a una de las vías principales, me asombra ver el continuo ir y venir de turistas que llenan la ciudad de sonidos y de color. Me percato a cada paso, como se puede vivir sin medios mecánicos, y solo a través del mar. Las ambulancias y la policía, no son coches, son barcos. El camión de la basura es sustituido por el barco de la basura. MRW no tiene motos ni mensajeros, tienen lanchas. La mayoría de la mercancía que se transporta, va metida en cajas de plásticos que se cierran herméticamente. Pareciese un mundo de lego o playmóvil.
La Piazza San Marco, es una de las más bellas del mundo, y está rodeada de elementos arquitectónicos tan bonitos, como la Basílica o el Palacio Ducal. Las columnas, traídas desde Constantinopla, están rematadas por el león con alas (San Marco), símbolo de Venecia, y en la otra, la imagen de San Teodoro, protectores de la ciudad. Entre ellas, se ejecutaban a los condenados a muerte, y desde entonces, los venecianos se cuidan de no pasar entre ellas porque da mala suerte.
Busco el famoso reloj, que llama poderosamente la atención por lo espectacular, y porque en la parte alta, dos moros ataviados con un piel de carnero o cabra, golpean una campana de grandes dimensiones. Muchos no saben, que en 1496 terminada la conquista de la Isla de Tenerife por los castellanos, y a manos de Alfonso Fernández de Lugo, éste entrega a los Reyes Católicos, siete de los Menceyes capturados en la isla. En Soria, donde está la corte, los Reyes Católicos hacen un "regalo" al embajador Capello de la Serenísima Señoría de Venecia, el Dux. El Mencey "sin nombre", viaja con el sequito a Barcelona y luego a Valencia donde embarca hacia Túnez y finalmente llega a Venecia el 17 de mayo de 1497.
El séquito llegó a poco de celebrarse la procesión de la Vera Cruz, donde el Mencey desfiló para asombro de los venecianos que admiraron la altura, corpulencia, vestimenta y sus costumbres. Y no menos quedó impresionado el mismo Mencey, que dijo estar en el paraíso. Fue en ese mismo año cuando se esculpen los "moros" del reloj de Venecia a cargo del escultor Paolo Savin. Podría haber sido el Mencey el posible inspirador para este artista. La suerte del Mencey termina años después en Padua, donde muere de melancolía.
En Venecia, tuve oportunidad de encontrarme con un matrimonio residente en la zona de Castello, y que en los próximos días tenían previsto visitar Lanzarote, fruto de un intercambio con otra pareja de la isla. Marco y Alice, poseen un piso amplio en el centro de Venecia, donde viven, y además, en la misma casa, disponen de cuatro habitaciones y un apartamento, todos ellos preparados para alquilar. La visita que giro a la casa de esta amable pareja, viene a través de una búsqueda en Internet de hospedaje, a la que respondieron que no tenían disponibilidad, pero viendo que venía de Lanzarote, y cercano a su próximo viaje, sugirieron encontrarnos para intercambiar impresiones.
Me llamó la atención, que uno de los motivos por el que quisieran conocer la isla, fuese el libro “Lanzarote” del polémico escritor francés, Michel Houlellebecq, que no sale muy bien parado de las críticas, pero al parecer, describe muy bien una belleza salvaje de la isla. También, por “Los Abrazos Rotos” de Almodóvar, sobre todo Famara y El Golfo, dos lugares que están deseando reconocer por verla en la película del director manchego, que a mi, particularmente, me parecen imágenes grises, de una isla con mucho viento, más del que normalmente hay.
El matrimonio, espera un bebe dentro de tres meses, y se les ve con un sosiego envidiable. Prepararon un té, acompañado de unos pequeños panecillos untados de mermelada que el propio Marco había hecho y otros con Nutella, que nunca falta en lugar que se precie en Venecia. Como curiosidad, Alice, me dice que su cuñado es un escritor muy conocido en Italia y que tiene sus obras traducidas al castellano. Estuve ojeando uno de sus libros en la que su portada tiene una foto suya de niño.
Marco me aconsejó algunos restaurantes y lugares que visitar en Venecia, y me dejó tarjetas de varios locales, que posiblemente no estén tan a la mano del grueso de turistas.
Me mostraron su casa, muy acogedora y sencilla, con el cuarto de la niña preparado para cuando nazca, y también las otras habitaciones y el apartamento. Me despedí de ellos, con alegría y satisfacción por haberlos conocidos, y porque sin saber nada de ellos, me parecieron amables, sencillos y receptivos.
Venecia no despierta hasta las diez de la mañana, hora en la que los comercios abren sus puertas y los turistas empiezan a abarrotar las calles y los lugares turísticos. Justo antes de las diez de la mañana, es un tiempo magnífico para cruzar el canal a través de una góndola que apenas cuesta cincuenta céntimos y te deja frente al mercado de abastos de Venecia, donde se vende fruta, hortalizas, pescado, marisco, embutidos, y todo lo que puedas necesitar para hacer de comer. A las doce del medio día, los puestos están llenos de venecianos que se acercan a comprar y a esa hora, un bar cercano pone frente al establecimiento una mesa con una caja registradora, unas cajas con copas de vino de cristal y en el otro extremo de la mesa, un italiano gordo, que grita – mas frito – más frito-. Un cartel reza que cuesta ocho euros un plato de frito y copa de vino blanco. Me animo a colocarme a la cola, y llegado el momento cojo la copa de vino blanco y me sirven en un plato de plástico, con unas pinzas una serie de fritos rebosados, como calamares, gambas, sardinillas, pescado tipo merluza. La gente se va colocando en unas mesas situadas frente al señor italiano de voz ronca que grita, y saboreo ese plato y el vino, y pierdo la idea de que Venecia solo está hecha para el turismo.
Me aproximo a los puestos de pescado que ya casi están cerrando. Aún que da en los puestos, el hielo triturado que ponen como base a los pescados y mariscos, para que estos conserven la frescura de cuando salieron del mar. Ahora un tropel de empleados, limpian todo el resto de hielo para dejarlo preparado para otra vez.
Después de una gran traca de fuegos artificiales en el Gran Canal de Venecia, ya solo me queda despedirme de la ciudad que flota en el mar. Quien sabe, cuando volveré.
Aunque el relato está hecho en primera persona, donde muestro mis pensamientos y observaciones, este viaje lo hice con Ibán Bermúdez, quien con su conocimiento en idiomas, el viaje fue mas interesante y fluido.

jueves, 6 de enero de 2011

ATENCIÓN AL PÚBLICO EN LANZAROTE

En un estudio de campo que realizó la Asociación de Empresarios, AETUR, con el patrocinio del Gobierno de Canarias, con la finalidad de buscar alternativas reales a los comercios de Arrecife Centro, debido a la falta de comercialización y servicios, el estudio en cuestión señaló en primer lugar, que el problema mas acuciante era la atención al público.
Los profesionales que se encargaron de realizar el estudio por espacio de cuatro meses, constataron que la gran mayoría de los empleados de las tiendas, no saben o no quieren dar una buena atención al cliente. Está claro, que no solo esto era un problema para los comerciantes de Arrecife Centro, como se comenzó a denominar a la zona, sino que además estaba la disparidad de horarios que tienen los comercios, en los que unos abren a las 8, otro a las 9, otros a las 10, unos cierran a medio día, y otros abren a las 4, mientras que otros a las 5 de la tarde, y para el cierre otro tanto de lo mismo. Está claro que sin una unanimidad de criterios, difícilmente se puede llegar a un empuje de los comercios.
Otro problema era el aparcamiento, en los que muchos comercios no buscaban alternativas a que sus clientes pudiesen aparcar gratis durante una hora, o cosas por el estilo, o realizar planos de situación de todos los comercios con igualdad de horarios, sin cierres a medio día, creando así un gran centro comercial al aire libre.
Pero, en esto no me quiero centrar. Me quiero centrar en la Atención al Público de muchos dependientes, dependientas y dueños de los comercios en general en Lanzarote.

De niño, recuerdo ir a Segarra a comprar unos zapatos. En la tienda, estaba una cajera y 3 dependientes contando al encargado. Me gustaba unos zapatos, los miré y luego con cierta dificultad le pedí a una dependienta que me trajese mi número para probármelos. Veinte minutos después bajaba la dependienta por unas escaleras con varias cajas de zapatos para otros clientes. A mi me abrió la caja, sacó el zapato, mientras miraba a la gente que transitaba por la calle. Le dije que aquel no era el número que le dije, entonces ella sin aún mirarme me contestó que era el único que le quedaba, y que no tenía más. Por tanto, nunca supe por qué me trajo un zapato un número menor que a todas me quedaría estrecho, así que abandoné la tienda, mientras la dependienta guardaba los zapatos sin mirarme a la cara, y observando la Calle Real.
En el antiguo comercio de Confecciones el 99, que causó furor en Lanzarote con sus precios bajos, me pasó algo un tanto inusual. Por extraño que fuera y que pareciese, solo había una cajera a la que no le quedaba ni un segundo de descanso, porque la cola era siempre de veinte o más personas que esperábamos con paciencia. En una de las veces que fui a comprar, me hice con unos cuatro calzoncillos y calcetines, y al llegar a caja, como la chica no sabía el precio, levantó los calzoncillos y le preguntó voz en gritó a una de las dependientas, el precio de los calzoncillos que tenía unos avioncitos de color rojo.
Rojo fue como me quedé en ese momento sin poder meter la cabeza en ningún sitio, estaba en una edad en la que todo da vergüenza y encima que la gran cola se entere que me compré unos calzoncillos con avioncitos o con lo que fuere. No supe si taparle la boca a la dependienta con los calzoncillos y salir corriendo o ahorcarme con ellos en la puerta del 99. Después de eso, creo que no volví durante un tiempo. Otro caso patético fue en una tienda de muebles, por entonces estaba comprando algún mueble para mi casa, al entrar en el establecimiento saludé a la dependienta que la conocía y me acompañó hasta el lugar. Mientras miraba el mueble, comprobaba las gavetas, tocaba la madera, ella, permanecía detrás de mi con los brazos cruzados mirando de un lado a otro. Le pregunté el precio y me lo dijo, y en baja voz me dijo –Vete a muebles Casanova que está más barato que aquí. Aquí está todo carísimo-, no supe como reaccionar. Por un lado no me podía comprar el mueble allí porque era estúpido comprarlo más caro, y si me había encaprichado con ese en particular, tampoco, porque la dependienta pensaría que estaba majara.
Total, que salí de la tienda y a la vuelta de la esquina me dio un ataque de risa.
De siempre he observado que es muy difícil encontrarse con un servicio pasable, y cuando alguien me da los buenos días al llegar a una tienda o una cafetería, ya creo que aún hay alguna esperanza.
El otro día voy a comprar a Calzados Navarro, y le digo a una dependienta si los zapatos es de material impermeable, me dice que no con la cabeza, yo me quedo mirando el zapato y ella me mira apoyada en una estantería con una leve sonrisa de tristeza o de alegría por ahorrarse ir a buscar el número que calzo. Lo lógico es que si estoy interesado en comprar unos zapatos, me muestre algún otro, o me aconseje. Pues no. Me marché de la tienda sin comprar, porque casi creí que la dependienta no quería que comprase nada.
Me voy a una cafetería de Puerto del Carmen, al Dolomiti, y sinceramente en la carta tienen unos bocadillos muy buenos y el café es excelente. Pero por el contrario tiene solo un camarero y un planchista para atender a 15 mesas o más, lo que es imposible. Así que pedí un café con leche y un croissant de jamón y queso. La camarera me trajo el café con leche, estaba ardiendo, y a los veinte minutos, le recordé lo de mi croissant, volvió cinco minutos mas tarde y me dijo que al planchista se le había quemado mi croissant y que me haría otro.
Le pedí una botella de agua, que tampoco me trajo y le recordé. Entonces se justificó que se había incorporado de sus vacaciones y que le perdonara. Pero ese perdón no viene justificado con nada, sinceramente.
Casualmente, hace dos viernes me fui a Inalsa a presentar una reclamación, y el recepcionista, me preguntó amablemente mi consulta, me resolvió el asunto con rapidez, y cuando me iba, me dijo: - Buenas tardes y espero que pase un buen fin de semana- . A punto estuve de quitar la reclamación por el buen trato del empleado, y por un momento me quedé desconcertado, pero lo agradecí. Pensé lo que había pasado, y justifiqué la acción, a que independientemente que el empleado es un hombre educado, estoy seguro que ha recibido algún curso de Atención al Público.
Y dentro de esas anomalías y aciertos, hace cosa de un mes, envié un email al director del Hotel Hesperia Lanzarote, sobre ciertos aspectos negativos de dos estancias cortas que hice en el hotel. Una de ellas, en ese establecimiento de cinco estrellas, la camarera se metió en mi habitación por la mañana sin saber si está ocupada o no. La última vez, una empleada abrió la puerta miró en la habitación, vio que estaba ocupada y volvió a salir dejando la puerta abierta. Más tarde aparece otro empleado, abre la puerta mientras yo estoy terminando de vestirme y me pregunta si he consumido algo del minibar, le digo que sí, se va y vuelve con una botella que la introduce dentro del minibar, mientras yo, atónito, observo la acción.Hoy, afortunadamente, en la cafetería Barreto de San Bartolomé, la empleada, al llegar, me da las buenas noches con una sonrisa, y al marcharme, me intereso por unos tipos de tés, y me informa y me muestra algunos de ellos. Esto se merece una propina por la atención. Así que, las propinas están para recompensar la atención que te presta el servicio.
Otro ejemplo bueno. Librería El Puente. Voy buscando un libro, no se que leer, y de pronto el librero me pregunta que libro busco, no lo sé, me recomienda, me dice de que trata y si no está el que quiero lo pide o me da una alternativa. Luego pienso, como es posible que el librero sepa de qué va el libro, ¿realmente se los ha leído todos?
Una vez me encontré con un empresario en uno de sus restaurantes en Playa Blanca, nos saludamos al entrar y mientras intercambiábamos impresiones, desde lo alto, una camarera, a pleno grito nos preguntó si íbamos a cenar y si queríamos pan en la mesa. Por supuesto, ella no sabía que estaba dirigiéndose al dueño del establecimiento, seguramente hacía poco que había comenzado a trabajar. Una semana después, el empresario me comentó lo sucedido. Me dijo que había llegado a la conclusión que lo mejor era copiar la fórmula de otro empresario de hostelería, en repartir el 10% de las ganancias entre sus empleados en proporciones de responsabilidad. Con ello, el empleado se sentiría parte del negocio y ganaría si conseguía que los clientes repitieran o se fueran satisfechos de sus instalaciones.
Seguramente, los empleados también tendrán mucho que decir, como que no le pagan las horas extras, que el sueldo es una miseria, que total para lo que gana mucho hace, etc etc. Pero este problema hoy en día tiene que estar solventado en parte con cursos a los empleados, independientemente de los derechos y deberes tanto del empresario como del empleado.
En este esbozo no quiero manifestar lo que podría representar denuncias ante consumo o algo similar, no. Es algo tan simple como una buena Atención al Cliente, con respeto, con información.
No es presentable que un dependiente, cuando le preguntas si tienes un determinado artículo, sin moverse de su sitio te dice que no, y luego al poco lo ves puesto en la estantería, como ha pasado y no es un hecho aislado. O que le preguntas al camarero que lleva la salsa boloñesa y te dice que esperes que le va a preguntar al cocinero. Estas cosas tienen que estar solventadas, el camarero, el empleado, tiene que tener la mayor información posible para satisfacer las necesidades de los consumidores, y que éstos vuelvan porque la Atención al Cliente ha estado a la altura.