UN REY GUANCHE EN VENECIA

La estación de Santa Lucía, a las tres de la tarde, era un flujo de ir y venir de un turismo atípico que se puede ver en otros lugares del mundo. Salgo de la estación de Santa Lucía, aparecen los viejos palacios bañados por unas aguas tranquilas, que solo las agita el tráfico de las lanchas taxis o los vaporetos que trasladan a los viajeros por los canales de la ciudad. Una ciudad que parece salir del fondo del mar y que agita sus piernas para mantenerse si hundirse.
Venecia, posee el encanto para los bohemios, para los ricos, para los soñadores, para los artistas. Venecia está hecha para gustar, para agradar a cualquier bolsillo.
El corto trayecto que separa la estación de la Residencia Zanardi, donde me voy a hospedar, se me antoja más larga de lo que esperaba. Las calles de Venecia no son como en otras ciudades, cuadriculadas, no. Pareciese como si estuvieses en un laberinto de laboratorio donde colocan a un ratón en busca de la salida. Así, Venecia, no se a que cánones urbanísticos responde y porqué de estos laberintos, alguna razón tendrá.
Cuando llamé por segunda vez, una voz me preguntó en que calle estaba, le dije, pero no la conocía, o por el contrario, no supe pronunciarla bien. Decidí acercarme al canal principal que había pasado hacía un instante, y así fue cuando al decirle el nombre de la calle, La Magdalena, me dijo que no me moviera y que lo vería a través de una ventana. Ciertamente, allí se desvaneció el temor de la idea de dormir en los canales de Venecia a la intemperie, y el señor con mucha amabilidad, me indicó como llegar al tan buscado hotel.
Una puerta de cristal accedía a una especie de porche donde estaba la entrada al palacete y otra gran puerta que daba directamente al canal que había sorteado al venir por el pequeño puente.
Allí, en aquel porche, me recibió Andrea, el responsable y uno de los propietarios de la Residencia Zanardi. Su amabilidad chocó con el pensamiento inicial que tenía, años atrás de los italianos, y en especial, por los romanos. Sobre todo aquel fin de año, que abandonado en el Aeropuerto Fiumicino de Roma. La agencia había contratado servicio de recogida en el aeropuerto, pero no vino nadie a recogerme y tuve que contratar un taxi, que conducido por un kamikaze con móvil en mano, a toda velocidad y en una noche cerrada, me llevó al hotel. A punto de infarto, bajé saqué mi bolso y le entregué el dinero de la carrera. El joven taxista me dice que me había equivocado y le había entregado un billete de menor importe. Me hizo el truco de la estampita, y allí estuve discutiendo con lo poco que sabía hablar italiano, hasta que de mala gana le dejé otro billete, y le desee lo peor para el año venidero.
Siempre hemos dicho que aunque el italiano y el castellano son dos lenguas diferentes, son entendibles, aunque difiero de esta percepción, pero si es cierto, que por extraño que parezca, Andrea me hablaba en italiano y yo en castellano y nos entendíamos.
Subimos otro piso, y llegamos a otro rellano que terminaba en otro salón mas sobrio, con muebles de madera sin patina de color, pero con libros, revistas y sillas. A esa estancia dan varias puertas, cuatro de ellas con un número de latón, y grandes ventanales a un patio interior. La mía, la número cuatro. Una habitación amplia, de grandes techos, de dos ventanales que daban al jardín, y desde la que se divisan las tejas rojas y las chimeneas de un gran número de casas de Venecia. Cortinas oscuras de tela actual, un armario y un tocador. Dos sillones tapizados en terciopelo verde y los cuadros del mismo autor que las piezas del jardín.
Durante el trayecto por todo el palacete, me sentí desconcertado, imaginaba que me encontraría un hotel, había visto las fotos en Internet, tampoco tenía mucho donde elegir, y es cierto que no me percaté que no era un hotel convencional. Ahora no había opción y Andrea me dio buena vibración, aunque creo que estaba algo desbordado. También pensé en que, a instancias mías, le di la copia de la reserva y no me pidió documento alguno para verificar o registrarme. Andrea me dejó un manojo de llaves.
La Piazza San Marco, es una de las más bellas del mundo, y está rodeada de elementos arquitectónicos tan bonitos, como la Basílica o el Palacio Ducal. Las columnas, traídas desde Constantinopla, están rematadas por el león con alas (San Marco), símbolo de Venecia, y en la otra, la imagen de San Teodoro, protectores de la ciudad. Entre ellas, se ejecutaban a los condenados a muerte, y desde entonces, los venecianos se cuidan de no pasar entre ellas porque da mala suerte.
Busco el famoso reloj, que llama poderosamente la atención por lo espectacular, y porque en la parte alta, dos moros ataviados con un piel de carnero o cabra, golpean una campana de grandes dimensiones.
Muchos no saben, que en 1496 terminada la conquista de la Isla de Tenerife por los castellanos, y a manos de Alfonso Fernández de Lugo, éste entrega a los Reyes Católicos, siete de los Menceyes capturados en la isla. En Soria, donde está la corte, los Reyes Católicos hacen un "regalo" al embajador Capello de la Serenísima Señoría de Venecia, el Dux.
El Mencey "sin nombre", viaja con el sequito a Barcelona y luego a Valencia donde embarca hacia Túnez y finalmente llega a Venecia el 17 de mayo de 1497.

El séquito llegó a poco de celebrarse la procesión de la Vera Cruz, donde el Mencey desfiló para asombro de los venecianos que admiraron la altura, corpulencia, vestimenta y sus costumbres. Y no menos quedó impresionado el mismo Mencey, que dijo estar en el paraíso.
Fue en ese mismo año cuando se esculpen los "moros" del reloj de Venecia a cargo del escultor Paolo Savin. Podría haber sido el Mencey el posible inspirador para este artista. La suerte del Mencey termina años después en Padua, donde muere de melancolía.
En Venecia, tuve oportunidad de encontrarme con un matrimonio residente en la zona de Castello, y que en los próximos días tenían previsto visitar Lanzarote, fruto de un intercambio con otra pareja de la isla. Marco y Alice, poseen un piso amplio en el centro de Venecia, donde viven, y además, en la misma casa, disponen de cuatro habitaciones y un apartamento, todos ellos preparados para alquilar. La visita que giro a la casa de esta amable pareja, viene a través de una búsqueda en Internet de hospedaje, a la que respondieron que no tenían disponibilidad, pero viendo que venía de Lanzarote, y cercano a su próximo viaje, sugirieron encontrarnos para intercambiar impresiones.

En Venecia, tuve oportunidad de encontrarme con un matrimonio residente en la zona de Castello, y que en los próximos días tenían previsto visitar Lanzarote, fruto de un intercambio con otra pareja de la isla. Marco y Alice, poseen un piso amplio en el centro de Venecia, donde viven, y además, en la misma casa, disponen de cuatro habitaciones y un apartamento, todos ellos preparados para alquilar. La visita que giro a la casa de esta amable pareja, viene a través de una búsqueda en Internet de hospedaje, a la que respondieron que no tenían disponibilidad, pero viendo que venía de Lanzarote, y cercano a su próximo viaje, sugirieron encontrarnos para intercambiar impresiones.

Me llamó la atención, que uno de los motivos por el que quisieran conocer la isla, fuese el libro “Lanzarote” del polémico escritor francés, Michel Houlellebecq, que no sale muy bien parado de las críticas, pero al parecer, describe muy bien una belleza salvaje de la isla.
También, por “Los Abrazos Rotos” de Almodóvar, sobre todo Famara y El Golfo, dos lugares que están deseando reconocer por verla en la película del director manchego, que a mi, particularmente, me parecen imágenes grises, de una isla con mucho viento, más del que normalmente hay.
El matrimonio, espera un bebe dentro de tres meses, y se les ve con un sosiego envidiable. Prepararon un té, acompañado de unos pequeños panecillos untados de mermelada que el propio Marco había hecho y otros con Nutella, que nunca falta en lugar que se precie en Venecia. Como curiosidad, Alice, me dice que su cuñado es un escritor muy conocido en Italia y que tiene sus obras traducidas al castellano. Estuve ojeando uno de sus libros en la que su portada tiene una foto suya de niño.
Marco me aconsejó algunos restaurantes y lugares que visitar en Venecia, y me dejó tarjetas de varios locales, que posiblemente no estén tan a la mano del grueso de turistas.
Me mostraron su casa, muy acogedora y sencilla, con el cuarto de la niña preparado para cuando nazca, y también las otras habitaciones y el apartamento. Me despedí de ellos, con alegría y satisfacción por haberlos conocidos, y porque sin saber nada de ellos, me parecieron amables, sencillos y receptivos.
Venecia no despierta hasta las diez de la mañana, hora en la que los comercios abren sus puertas y los turistas empiezan a abarrotar las calles y los lugares turísticos. Justo antes de las diez de la mañana, es un tiempo magnífico para cruzar el canal a través de una góndola que apenas cuesta cincuenta céntimos y te deja frente al mercado de abastos de Venecia, donde se vende fruta, hortalizas, pescado, marisco, embutidos, y todo lo que puedas necesitar para hacer de comer. A las doce del medio día, los puestos están llenos de venecianos que se acercan a comprar y a esa hora, un bar cercano pone frente al establecimiento una mesa con una caja registradora, unas cajas con copas de vino de cristal y en el otro extremo de la mesa, un italiano gordo, que grita – mas frito – más frito-. Un cartel reza que cuesta ocho euros un plato de frito y copa de vino blanco. Me animo a colocarme a la cola, y llegado el momento cojo la copa de vino blanco y me sirven en un plato de plástico, con unas pinzas una serie de fritos rebosados, como calamares, gambas, sardinillas, pescado tipo merluza. La gente se va colocando en unas mesas situadas frente al señor italiano de voz ronca que grita, y saboreo ese plato y el vino, y pierdo la idea de que Venecia solo está hecha para el turismo.
Me aproximo a los puestos de pescado que ya casi están cerrando. Aún que da en los puestos, el hielo triturado que ponen como base a los pescados y mariscos, para que estos conserven la frescura de cuando salieron del mar. Ahora un tropel de empleados, limpian todo el resto de hielo para dejarlo preparado para otra vez.
Después de una gran traca de fuegos artificiales en el Gran Canal de Venecia, ya solo me queda despedirme de la ciudad que flota en el mar. Quien sabe, cuando volveré.
Aunque el relato está hecho en primera persona, donde muestro mis pensamientos y observaciones, este viaje lo hice con Ibán Bermúdez, quien con su conocimiento en idiomas, el viaje fue mas interesante y fluido.

El matrimonio, espera un bebe dentro de tres meses, y se les ve con un sosiego envidiable. Prepararon un té, acompañado de unos pequeños panecillos untados de mermelada que el propio Marco había hecho y otros con Nutella, que nunca falta en lugar que se precie en Venecia. Como curiosidad, Alice, me dice que su cuñado es un escritor muy conocido en Italia y que tiene sus obras traducidas al castellano. Estuve ojeando uno de sus libros en la que su portada tiene una foto suya de niño.
Marco me aconsejó algunos restaurantes y lugares que visitar en Venecia, y me dejó tarjetas de varios locales, que posiblemente no estén tan a la mano del grueso de turistas.
Me mostraron su casa, muy acogedora y sencilla, con el cuarto de la niña preparado para cuando nazca, y también las otras habitaciones y el apartamento. Me despedí de ellos, con alegría y satisfacción por haberlos conocidos, y porque sin saber nada de ellos, me parecieron amables, sencillos y receptivos.
Me aproximo a los puestos de pescado que ya casi están cerrando. Aún que da en los puestos, el hielo triturado que ponen como base a los pescados y mariscos, para que estos conserven la frescura de cuando salieron del mar. Ahora un tropel de empleados, limpian todo el resto de hielo para dejarlo preparado para otra vez.
Después de una gran traca de fuegos artificiales en el Gran Canal de Venecia, ya solo me queda despedirme de la ciudad que flota en el mar. Quien sabe, cuando volveré.