UN REY GUANCHE EN VENECIA
A través de la ventanilla del vagón se iban sucediendo las imágenes de una gran laguna, Venecia, estaba más cerca de lo que esperaba. El tren fue aminorando la marcha, y la llegada a la estación de Santa Lucía, hizo que la gente, sedienta de ver las imágenes reales de la que está considerada una de las ciudades más bonitas del mundo, se levantara de sus asientos para palpar y sentir la ciudad.
La estación de Santa Lucía, a las tres de la tarde, era un flujo de ir y venir de un turismo atípico que se puede ver en otros lugares del mundo. Salgo de la estación de Santa Lucía, aparecen los viejos palacios bañados por unas aguas tranquilas, que solo las agita el tráfico de las lanchas taxis o los vaporetos que trasladan a los viajeros por los canales de la ciudad. Una ciudad que parece salir del fondo del mar y que agita sus piernas para mantenerse si hundirse. Venecia, es una sucesión de calles estrechas, de puentes, de palacetes, de una tranquilidad extrema, roto en algunas ocasiones por el bullicio de la gente que transita por las calles, aunque el silencio se hace permanente en las calles, y más aún, cuando me escabullo por los callejones estrechos. Al final me doy cuenta que no hay vehículos de ningún tipo que transite por esos callejones y plazas. Para la mayoría de las tiendas y comercios el suministro de material o de víveres, se hace a través de los canales. Lanchas que se aproximan a las puertas de los viejos edificios para descargar o cargar. Sólo unos cuantos, transitan Venecia en pequeños carros de carga manuales para repartir algunos artículos.
Venecia, posee el encanto para los bohemios, para los ricos, para los soñadores, para los artistas. Venecia está hecha para gustar, para agradar a cualquier bolsillo. Por eso, me asombra ver un escaparate de Cartier donde un reloj tiene el precio de cerca de medio millón de euros, y al lado hay otra tienda donde en un reloj digital del color que elijas, le ponen el nombre que quieras por tan solo quince euros.
El corto trayecto que separa la estación de la Residencia Zanardi, donde me voy a hospedar, se me antoja más larga de lo que esperaba. Las calles de Venecia no son como en otras ciudades, cuadriculadas, no. Pareciese como si estuvieses en un laberinto de laboratorio donde colocan a un ratón en busca de la salida. Así, Venecia, no se a que cánones urbanísticos responde y porqué de estos laberintos, alguna razón tendrá.
Tan solo llevo anotada la reserva con el nombre del hotel, un código, que supongo es el postal, y un número de teléfono. Ahora siento el silencio de Venecia al oír el ruido de las ruedas de mi maleta en el pavimento de piedra, que acrecientan mis temores en poder encontrar la Residencia Zanardi. Me decido a preguntar en algún restaurante que me indican por donde puede estar, pero sigo sin poder encontrarlo. Agotado, más del ruido de mi maleta, que de llevarla, me dispongo a llamar al teléfono. Por momentos pienso, que las experiencias anteriores cada vez que he estado en Italia, siempre han sido malas en lo que se refiere a reservas, taxis o restaurantes. La percepción de que los italianos están al acecho para poder engañarme se me plantea ante cualquier decisión que vaya a tomar. Se me había pasado por la cabeza que llegado el momento, cuando encontrase la Residencia, igual me decían que no tenía reserva porque tenía que haber cumplido algún requisito de confirmar o rellenar algún formulario extra en Internet, o cualquier otra justificación para así aprovecharse de otro cliente que le ofreciera más dinero por la habitación.
Cuando llamé por segunda vez, una voz me preguntó en que calle estaba, le dije, pero no la conocía, o por el contrario, no supe pronunciarla bien. Decidí acercarme al canal principal que había pasado hacía un instante, y así fue cuando al decirle el nombre de la calle, La Magdalena, me dijo que no me moviera y que lo vería a través de una ventana. Ciertamente, allí se desvaneció el temor de la idea de dormir en los canales de Venecia a la intemperie, y el señor con mucha amabilidad, me indicó como llegar al tan buscado hotel. Sigo un poco el cauce del canal, atravieso un puente, y justo enfrente un letrero que indica la Calle Zanardi. Un viejo palacete de Venecia, donde en tiempos de esplendor vivió una familia acomodada. La entrada al palacete a través de una gran puerta de madera automática daba a un jardín adornado con materiales reciclados y pintados en colores llamativos, predominando el dorado. Imaginé que ese tipo de pintura estaba inspirada en los setenta, algún hippie romántico, pensé. En el lado derecho, parte de las instalaciones, posiblemente reservadas para almacén o cocinas, se convirtió en una fábrica de galletas después de la segunda guerra mundial y de la que solo quedaba unos ventanales grandes de cristales a cuadros que iluminaban el interior.
Una puerta de cristal accedía a una especie de porche donde estaba la entrada al palacete y otra gran puerta que daba directamente al canal que había sorteado al venir por el pequeño puente.
Allí, en aquel porche, me recibió Andrea, el responsable y uno de los propietarios de la Residencia Zanardi. Su amabilidad chocó con el pensamiento inicial que tenía, años atrás de los italianos, y en especial, por los romanos. Sobre todo aquel fin de año, que abandonado en el Aeropuerto Fiumicino de Roma. La agencia había contratado servicio de recogida en el aeropuerto, pero no vino nadie a recogerme y tuve que contratar un taxi, que conducido por un kamikaze con móvil en mano, a toda velocidad y en una noche cerrada, me llevó al hotel. A punto de infarto, bajé saqué mi bolso y le entregué el dinero de la carrera. El joven taxista me dice que me había equivocado y le había entregado un billete de menor importe. Me hizo el truco de la estampita, y allí estuve discutiendo con lo poco que sabía hablar italiano, hasta que de mala gana le dejé otro billete, y le desee lo peor para el año venidero.
Siempre hemos dicho que aunque el italiano y el castellano son dos lenguas diferentes, son entendibles, aunque difiero de esta percepción, pero si es cierto, que por extraño que parezca, Andrea me hablaba en italiano y yo en castellano y nos entendíamos.
La estación de Santa Lucía, a las tres de la tarde, era un flujo de ir y venir de un turismo atípico que se puede ver en otros lugares del mundo. Salgo de la estación de Santa Lucía, aparecen los viejos palacios bañados por unas aguas tranquilas, que solo las agita el tráfico de las lanchas taxis o los vaporetos que trasladan a los viajeros por los canales de la ciudad. Una ciudad que parece salir del fondo del mar y que agita sus piernas para mantenerse si hundirse. Venecia, es una sucesión de calles estrechas, de puentes, de palacetes, de una tranquilidad extrema, roto en algunas ocasiones por el bullicio de la gente que transita por las calles, aunque el silencio se hace permanente en las calles, y más aún, cuando me escabullo por los callejones estrechos. Al final me doy cuenta que no hay vehículos de ningún tipo que transite por esos callejones y plazas. Para la mayoría de las tiendas y comercios el suministro de material o de víveres, se hace a través de los canales. Lanchas que se aproximan a las puertas de los viejos edificios para descargar o cargar. Sólo unos cuantos, transitan Venecia en pequeños carros de carga manuales para repartir algunos artículos.
Venecia, posee el encanto para los bohemios, para los ricos, para los soñadores, para los artistas. Venecia está hecha para gustar, para agradar a cualquier bolsillo. Por eso, me asombra ver un escaparate de Cartier donde un reloj tiene el precio de cerca de medio millón de euros, y al lado hay otra tienda donde en un reloj digital del color que elijas, le ponen el nombre que quieras por tan solo quince euros.
El corto trayecto que separa la estación de la Residencia Zanardi, donde me voy a hospedar, se me antoja más larga de lo que esperaba. Las calles de Venecia no son como en otras ciudades, cuadriculadas, no. Pareciese como si estuvieses en un laberinto de laboratorio donde colocan a un ratón en busca de la salida. Así, Venecia, no se a que cánones urbanísticos responde y porqué de estos laberintos, alguna razón tendrá.
Tan solo llevo anotada la reserva con el nombre del hotel, un código, que supongo es el postal, y un número de teléfono. Ahora siento el silencio de Venecia al oír el ruido de las ruedas de mi maleta en el pavimento de piedra, que acrecientan mis temores en poder encontrar la Residencia Zanardi. Me decido a preguntar en algún restaurante que me indican por donde puede estar, pero sigo sin poder encontrarlo. Agotado, más del ruido de mi maleta, que de llevarla, me dispongo a llamar al teléfono. Por momentos pienso, que las experiencias anteriores cada vez que he estado en Italia, siempre han sido malas en lo que se refiere a reservas, taxis o restaurantes. La percepción de que los italianos están al acecho para poder engañarme se me plantea ante cualquier decisión que vaya a tomar. Se me había pasado por la cabeza que llegado el momento, cuando encontrase la Residencia, igual me decían que no tenía reserva porque tenía que haber cumplido algún requisito de confirmar o rellenar algún formulario extra en Internet, o cualquier otra justificación para así aprovecharse de otro cliente que le ofreciera más dinero por la habitación.
Cuando llamé por segunda vez, una voz me preguntó en que calle estaba, le dije, pero no la conocía, o por el contrario, no supe pronunciarla bien. Decidí acercarme al canal principal que había pasado hacía un instante, y así fue cuando al decirle el nombre de la calle, La Magdalena, me dijo que no me moviera y que lo vería a través de una ventana. Ciertamente, allí se desvaneció el temor de la idea de dormir en los canales de Venecia a la intemperie, y el señor con mucha amabilidad, me indicó como llegar al tan buscado hotel. Sigo un poco el cauce del canal, atravieso un puente, y justo enfrente un letrero que indica la Calle Zanardi. Un viejo palacete de Venecia, donde en tiempos de esplendor vivió una familia acomodada. La entrada al palacete a través de una gran puerta de madera automática daba a un jardín adornado con materiales reciclados y pintados en colores llamativos, predominando el dorado. Imaginé que ese tipo de pintura estaba inspirada en los setenta, algún hippie romántico, pensé. En el lado derecho, parte de las instalaciones, posiblemente reservadas para almacén o cocinas, se convirtió en una fábrica de galletas después de la segunda guerra mundial y de la que solo quedaba unos ventanales grandes de cristales a cuadros que iluminaban el interior.
Una puerta de cristal accedía a una especie de porche donde estaba la entrada al palacete y otra gran puerta que daba directamente al canal que había sorteado al venir por el pequeño puente.
Allí, en aquel porche, me recibió Andrea, el responsable y uno de los propietarios de la Residencia Zanardi. Su amabilidad chocó con el pensamiento inicial que tenía, años atrás de los italianos, y en especial, por los romanos. Sobre todo aquel fin de año, que abandonado en el Aeropuerto Fiumicino de Roma. La agencia había contratado servicio de recogida en el aeropuerto, pero no vino nadie a recogerme y tuve que contratar un taxi, que conducido por un kamikaze con móvil en mano, a toda velocidad y en una noche cerrada, me llevó al hotel. A punto de infarto, bajé saqué mi bolso y le entregué el dinero de la carrera. El joven taxista me dice que me había equivocado y le había entregado un billete de menor importe. Me hizo el truco de la estampita, y allí estuve discutiendo con lo poco que sabía hablar italiano, hasta que de mala gana le dejé otro billete, y le desee lo peor para el año venidero.
Siempre hemos dicho que aunque el italiano y el castellano son dos lenguas diferentes, son entendibles, aunque difiero de esta percepción, pero si es cierto, que por extraño que parezca, Andrea me hablaba en italiano y yo en castellano y nos entendíamos.
La escalera termina en una doble puerta de cristales de colores que da a un gran salón, con ventanales hacia un patio interior con elementos de terraza, sillones, mesas y sombrillas, propias para los veranos calurosos de Venecia. Puertas abiertas que dejaban ver otros salones, posiblemente reservados para tomar el té, para escuchar música, una biblioteca, y otras dos puertas cerradas. El salón pintado a la usanza de los palacios de Venecia con el rosa y verde pálido presidido por un bello cuadro de gran tamaño, que representa la muerte de la ciudad de Treviso a manos de los romanos. Una mujer de piel muy blanca con un puñal clavado en su costado, yace a los pies de unas escaleras de mármol. Detrás de esta figura yacente, las ruinas de una ciudad saqueada y numerosos soldados y caballos que intercambian miradas cómplices. Del techo de este gran salón, cuelga una gran pantalla de lágrimas, que se me antojó de cristal de Murano, un piano de cola del siglo pasado, un maniquí con un traje y máscara tipo veneciano, y un sin fin de mesas redondas adornadas con manteles de brocados dorados y cubertería de plata, que se preparaban, según me dijo Andrea, para la fiesta de Fin de Año.
Subimos otro piso, y llegamos a otro rellano que terminaba en otro salón mas sobrio, con muebles de madera sin patina de color, pero con libros, revistas y sillas. A esa estancia dan varias puertas, cuatro de ellas con un número de latón, y grandes ventanales a un patio interior. La mía, la número cuatro. Una habitación amplia, de grandes techos, de dos ventanales que daban al jardín, y desde la que se divisan las tejas rojas y las chimeneas de un gran número de casas de Venecia. Cortinas oscuras de tela actual, un armario y un tocador. Dos sillones tapizados en terciopelo verde y los cuadros del mismo autor que las piezas del jardín. Uno de ellos colgado en lo alto del cabecero de la cama, representa dos figuras de medio cuerpo. Un señor con ropa de principios del siglo pasado, y un niño de aproximadamente nueve años, rubio, con camisa blanca que miran serios a la estancia. En la otra pared, otro cuadro del mismo estilo donde de la cabeza de un hombre mayor, cortada como una sandía a la mitad, sale un manojo de cables.
Durante el trayecto por todo el palacete, me sentí desconcertado, imaginaba que me encontraría un hotel, había visto las fotos en Internet, tampoco tenía mucho donde elegir, y es cierto que no me percaté que no era un hotel convencional. Ahora no había opción y Andrea me dio buena vibración, aunque creo que estaba algo desbordado. También pensé en que, a instancias mías, le di la copia de la reserva y no me pidió documento alguno para verificar o registrarme. Andrea me dejó un manojo de llaves. Una de la habitación, otra del cuarto de baño que estaba fuera de la habitación pero de uso exclusivo, otra llave de la subida al palacete y una última de la gran puerta de la calle exterior. Me despedí, y me senté en la cama pensando por un momento, a que se debía la risa que me entró al encontrarme solo. Dejé la maleta tal cual, salí de la habitación, dispuesto a llegar hasta la Piazza San Marco, punto neurálgico de esta ciudad.
Subimos otro piso, y llegamos a otro rellano que terminaba en otro salón mas sobrio, con muebles de madera sin patina de color, pero con libros, revistas y sillas. A esa estancia dan varias puertas, cuatro de ellas con un número de latón, y grandes ventanales a un patio interior. La mía, la número cuatro. Una habitación amplia, de grandes techos, de dos ventanales que daban al jardín, y desde la que se divisan las tejas rojas y las chimeneas de un gran número de casas de Venecia. Cortinas oscuras de tela actual, un armario y un tocador. Dos sillones tapizados en terciopelo verde y los cuadros del mismo autor que las piezas del jardín. Uno de ellos colgado en lo alto del cabecero de la cama, representa dos figuras de medio cuerpo. Un señor con ropa de principios del siglo pasado, y un niño de aproximadamente nueve años, rubio, con camisa blanca que miran serios a la estancia. En la otra pared, otro cuadro del mismo estilo donde de la cabeza de un hombre mayor, cortada como una sandía a la mitad, sale un manojo de cables.
Durante el trayecto por todo el palacete, me sentí desconcertado, imaginaba que me encontraría un hotel, había visto las fotos en Internet, tampoco tenía mucho donde elegir, y es cierto que no me percaté que no era un hotel convencional. Ahora no había opción y Andrea me dio buena vibración, aunque creo que estaba algo desbordado. También pensé en que, a instancias mías, le di la copia de la reserva y no me pidió documento alguno para verificar o registrarme. Andrea me dejó un manojo de llaves. Una de la habitación, otra del cuarto de baño que estaba fuera de la habitación pero de uso exclusivo, otra llave de la subida al palacete y una última de la gran puerta de la calle exterior. Me despedí, y me senté en la cama pensando por un momento, a que se debía la risa que me entró al encontrarme solo. Dejé la maleta tal cual, salí de la habitación, dispuesto a llegar hasta la Piazza San Marco, punto neurálgico de esta ciudad.
Otra vez, ese silencio que recorre las callejuelas y palacios de Venecia, el sonido de alguna voz perdida o del chapoteo de una góndola o barco por algún canal. Al llegar a una de las vías principales, me asombra ver el continuo ir y venir de turistas que llenan la ciudad de sonidos y de color. Me percato a cada paso, como se puede vivir sin medios mecánicos, y solo a través del mar. Las ambulancias y la policía, no son coches, son barcos. El camión de la basura es sustituido por el barco de la basura. MRW no tiene motos ni mensajeros, tienen lanchas. La mayoría de la mercancía que se transporta, va metida en cajas de plásticos que se cierran herméticamente. Pareciese un mundo de lego o playmóvil.
La Piazza San Marco, es una de las más bellas del mundo, y está rodeada de elementos arquitectónicos tan bonitos, como la Basílica o el Palacio Ducal. Las columnas, traídas desde Constantinopla, están rematadas por el león con alas (San Marco), símbolo de Venecia, y en la otra, la imagen de San Teodoro, protectores de la ciudad. Entre ellas, se ejecutaban a los condenados a muerte, y desde entonces, los venecianos se cuidan de no pasar entre ellas porque da mala suerte.
La Piazza San Marco, es una de las más bellas del mundo, y está rodeada de elementos arquitectónicos tan bonitos, como la Basílica o el Palacio Ducal. Las columnas, traídas desde Constantinopla, están rematadas por el león con alas (San Marco), símbolo de Venecia, y en la otra, la imagen de San Teodoro, protectores de la ciudad. Entre ellas, se ejecutaban a los condenados a muerte, y desde entonces, los venecianos se cuidan de no pasar entre ellas porque da mala suerte.
Busco el famoso reloj, que llama poderosamente la atención por lo espectacular, y porque en la parte alta, dos moros ataviados con un piel de carnero o cabra, golpean una campana de grandes dimensiones. Muchos no saben, que en 1496 terminada la conquista de la Isla de Tenerife por los castellanos, y a manos de Alfonso Fernández de Lugo, éste entrega a los Reyes Católicos, siete de los Menceyes capturados en la isla. En Soria, donde está la corte, los Reyes Católicos hacen un "regalo" al embajador Capello de la Serenísima Señoría de Venecia, el Dux. El Mencey "sin nombre", viaja con el sequito a Barcelona y luego a Valencia donde embarca hacia Túnez y finalmente llega a Venecia el 17 de mayo de 1497.
El séquito llegó a poco de celebrarse la procesión de la Vera Cruz, donde el Mencey desfiló para asombro de los venecianos que admiraron la altura, corpulencia, vestimenta y sus costumbres. Y no menos quedó impresionado el mismo Mencey, que dijo estar en el paraíso. Fue en ese mismo año cuando se esculpen los "moros" del reloj de Venecia a cargo del escultor Paolo Savin. Podría haber sido el Mencey el posible inspirador para este artista. La suerte del Mencey termina años después en Padua, donde muere de melancolía.
En Venecia, tuve oportunidad de encontrarme con un matrimonio residente en la zona de Castello, y que en los próximos días tenían previsto visitar Lanzarote, fruto de un intercambio con otra pareja de la isla. Marco y Alice, poseen un piso amplio en el centro de Venecia, donde viven, y además, en la misma casa, disponen de cuatro habitaciones y un apartamento, todos ellos preparados para alquilar. La visita que giro a la casa de esta amable pareja, viene a través de una búsqueda en Internet de hospedaje, a la que respondieron que no tenían disponibilidad, pero viendo que venía de Lanzarote, y cercano a su próximo viaje, sugirieron encontrarnos para intercambiar impresiones.
En Venecia, tuve oportunidad de encontrarme con un matrimonio residente en la zona de Castello, y que en los próximos días tenían previsto visitar Lanzarote, fruto de un intercambio con otra pareja de la isla. Marco y Alice, poseen un piso amplio en el centro de Venecia, donde viven, y además, en la misma casa, disponen de cuatro habitaciones y un apartamento, todos ellos preparados para alquilar. La visita que giro a la casa de esta amable pareja, viene a través de una búsqueda en Internet de hospedaje, a la que respondieron que no tenían disponibilidad, pero viendo que venía de Lanzarote, y cercano a su próximo viaje, sugirieron encontrarnos para intercambiar impresiones.
Me llamó la atención, que uno de los motivos por el que quisieran conocer la isla, fuese el libro “Lanzarote” del polémico escritor francés, Michel Houlellebecq, que no sale muy bien parado de las críticas, pero al parecer, describe muy bien una belleza salvaje de la isla. También, por “Los Abrazos Rotos” de Almodóvar, sobre todo Famara y El Golfo, dos lugares que están deseando reconocer por verla en la película del director manchego, que a mi, particularmente, me parecen imágenes grises, de una isla con mucho viento, más del que normalmente hay.
El matrimonio, espera un bebe dentro de tres meses, y se les ve con un sosiego envidiable. Prepararon un té, acompañado de unos pequeños panecillos untados de mermelada que el propio Marco había hecho y otros con Nutella, que nunca falta en lugar que se precie en Venecia. Como curiosidad, Alice, me dice que su cuñado es un escritor muy conocido en Italia y que tiene sus obras traducidas al castellano. Estuve ojeando uno de sus libros en la que su portada tiene una foto suya de niño.
Marco me aconsejó algunos restaurantes y lugares que visitar en Venecia, y me dejó tarjetas de varios locales, que posiblemente no estén tan a la mano del grueso de turistas.
Me mostraron su casa, muy acogedora y sencilla, con el cuarto de la niña preparado para cuando nazca, y también las otras habitaciones y el apartamento. Me despedí de ellos, con alegría y satisfacción por haberlos conocidos, y porque sin saber nada de ellos, me parecieron amables, sencillos y receptivos.
Venecia no despierta hasta las diez de la mañana, hora en la que los comercios abren sus puertas y los turistas empiezan a abarrotar las calles y los lugares turísticos. Justo antes de las diez de la mañana, es un tiempo magnífico para cruzar el canal a través de una góndola que apenas cuesta cincuenta céntimos y te deja frente al mercado de abastos de Venecia, donde se vende fruta, hortalizas, pescado, marisco, embutidos, y todo lo que puedas necesitar para hacer de comer. A las doce del medio día, los puestos están llenos de venecianos que se acercan a comprar y a esa hora, un bar cercano pone frente al establecimiento una mesa con una caja registradora, unas cajas con copas de vino de cristal y en el otro extremo de la mesa, un italiano gordo, que grita – mas frito – más frito-. Un cartel reza que cuesta ocho euros un plato de frito y copa de vino blanco. Me animo a colocarme a la cola, y llegado el momento cojo la copa de vino blanco y me sirven en un plato de plástico, con unas pinzas una serie de fritos rebosados, como calamares, gambas, sardinillas, pescado tipo merluza. La gente se va colocando en unas mesas situadas frente al señor italiano de voz ronca que grita, y saboreo ese plato y el vino, y pierdo la idea de que Venecia solo está hecha para el turismo.
Me aproximo a los puestos de pescado que ya casi están cerrando. Aún que da en los puestos, el hielo triturado que ponen como base a los pescados y mariscos, para que estos conserven la frescura de cuando salieron del mar. Ahora un tropel de empleados, limpian todo el resto de hielo para dejarlo preparado para otra vez.
Después de una gran traca de fuegos artificiales en el Gran Canal de Venecia, ya solo me queda despedirme de la ciudad que flota en el mar. Quien sabe, cuando volveré.
Aunque el relato está hecho en primera persona, donde muestro mis pensamientos y observaciones, este viaje lo hice con Ibán Bermúdez, quien con su conocimiento en idiomas, el viaje fue mas interesante y fluido.
El matrimonio, espera un bebe dentro de tres meses, y se les ve con un sosiego envidiable. Prepararon un té, acompañado de unos pequeños panecillos untados de mermelada que el propio Marco había hecho y otros con Nutella, que nunca falta en lugar que se precie en Venecia. Como curiosidad, Alice, me dice que su cuñado es un escritor muy conocido en Italia y que tiene sus obras traducidas al castellano. Estuve ojeando uno de sus libros en la que su portada tiene una foto suya de niño.
Marco me aconsejó algunos restaurantes y lugares que visitar en Venecia, y me dejó tarjetas de varios locales, que posiblemente no estén tan a la mano del grueso de turistas.
Me mostraron su casa, muy acogedora y sencilla, con el cuarto de la niña preparado para cuando nazca, y también las otras habitaciones y el apartamento. Me despedí de ellos, con alegría y satisfacción por haberlos conocidos, y porque sin saber nada de ellos, me parecieron amables, sencillos y receptivos.
Venecia no despierta hasta las diez de la mañana, hora en la que los comercios abren sus puertas y los turistas empiezan a abarrotar las calles y los lugares turísticos. Justo antes de las diez de la mañana, es un tiempo magnífico para cruzar el canal a través de una góndola que apenas cuesta cincuenta céntimos y te deja frente al mercado de abastos de Venecia, donde se vende fruta, hortalizas, pescado, marisco, embutidos, y todo lo que puedas necesitar para hacer de comer. A las doce del medio día, los puestos están llenos de venecianos que se acercan a comprar y a esa hora, un bar cercano pone frente al establecimiento una mesa con una caja registradora, unas cajas con copas de vino de cristal y en el otro extremo de la mesa, un italiano gordo, que grita – mas frito – más frito-. Un cartel reza que cuesta ocho euros un plato de frito y copa de vino blanco. Me animo a colocarme a la cola, y llegado el momento cojo la copa de vino blanco y me sirven en un plato de plástico, con unas pinzas una serie de fritos rebosados, como calamares, gambas, sardinillas, pescado tipo merluza. La gente se va colocando en unas mesas situadas frente al señor italiano de voz ronca que grita, y saboreo ese plato y el vino, y pierdo la idea de que Venecia solo está hecha para el turismo.
Me aproximo a los puestos de pescado que ya casi están cerrando. Aún que da en los puestos, el hielo triturado que ponen como base a los pescados y mariscos, para que estos conserven la frescura de cuando salieron del mar. Ahora un tropel de empleados, limpian todo el resto de hielo para dejarlo preparado para otra vez.
Después de una gran traca de fuegos artificiales en el Gran Canal de Venecia, ya solo me queda despedirme de la ciudad que flota en el mar. Quien sabe, cuando volveré.
Aunque el relato está hecho en primera persona, donde muestro mis pensamientos y observaciones, este viaje lo hice con Ibán Bermúdez, quien con su conocimiento en idiomas, el viaje fue mas interesante y fluido.
3 comentarios:
MUy bien el relato Robert, pero pusiste pocas fotos
Es cierto y eso que saqué aproximadamente 800 fotos en toda la semana, pero es que cuesta un montón subirlas, tarda mucho. Pero cuando tenga en montaje preparado avísame y te las enseño. Gracias.
Sólo con leerlo me ha parecido que era yo el que recorría las calles y callejones de Venecia. Me ha encantado.
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