MIS CARNAVALES EN ARRECIFE DE LANZAROTE
En mi línea habitual de relatos, me voy a referir a los carnavales que gocé cuando aún tenía siete años. Los primeros carnavales que recuerdo son los de mascarita que por mi calle, y a falta de disfraces, los vecinos recorrían refajados con ropas de parientes. En su mayoría eran mujeres que se disfrazaban de hombres rellenando los sobrantes con almohadas o trapos para disimular la silueta, y por supuesto antifaz o careta y voz aguda de mascarita. Esas mascaritas que parecían conocer a todos y buscaban algún secreto confesable, a lo que la gente contestaba riéndose y adivinando quienes podrían ser. Nosotros, los más pequeños veíamos, protegidos por la barrera formada por los pies de los mayores, a las mascaritas que gritaban y corrían y bailaban de un lado a otro.
En la calle Jacinto Borges, había más de una tienda. Estaban Melquíades, Andrea, Amelia, Pano y Martín casi al final de la calle. Melquíades, tenía una pequeña tienda, no era la más importante, pero la que tenía más golosinas y en la época de carnavales, vendía diferentes tipos de antifaz, en su mayoría de cartón, que aún no se si él mismo los hacía.
Por entonces, el Ayuntamiento de Arrecife en los carnavales, subvencionaba a grupos interesados en salir en el coso, para que pudiesen hacer carrozas y vestuario siempre con un tema. Los primeros años, apenas con siete años, esperaba ansioso salir de clase a las 5 de la tarde, para merendar y salir corriendo a la explanada amurallada frente al Castillo de San Gabriel, donde se hacían la mayoría de las carrozas. Allí, mi padre, carpintero, junto a otros empleados del ayuntamiento y aficionados, iban construyendo las carrozas para el carnaval. Yo ayudaba a mi padre y me recorría todos los rincones e iba viendo como día a día iban cogiendo forma aquellas carrozas. El primer año recuerdo que no se hizo una carroza en condiciones, fue algo pensado a última hora, o eso me pareció a mí, ahora que lo recuerdo. Y con algunos vecinos, nos disfrazamos de indios y las carrozas eran los propios coches a los que se les habían colocado cañas y telas simulando las tiendas de los indios. Nosotros los más pequeños corríamos por entre las cabañas y emitíamos los sonidos de guerra de los indios. Ese disfraz me costó lágrimas. Y es que casi dos días antes del coso, era imposible conseguir que alguien me hiciera el disfraz. Avispado como era, me recorrí las tiendas de Arrecife, Arencibia, Ferrer, Prats, y fue en Lasso donde encontré un disfraz de indio, ¡el más bonito del mundo!. Dentro de la caja, venía el pantalón y la camisa que terminaba en flecos de una tela como de franela. Además tenía las plumas de la cabeza, hacha de goma y cinto. Los niños cuando eso, y por mucho que te lo digan, no somos conscientes de la situación económica en la que está una familia con cinco hijos, y yo me empeñaba en tener el disfraz. Después de tantas lágrimas derramadas, mi madre accedió a darme el dinero y me compré el maravilloso disfraz de jefe indio.
Al año siguiente, que fue cuando se comenzó a construir la carroza, el tema escogido era gallinas y gallos. La carroza era una gran gallina de aproximadamente 5 metros de altura, o más, y que estaba en un patio de una casa. La casa era lo que tapaba la cabina del camión. Cuando mi padre comenzó a realizar todas las barandillas, la caseta, entonces asistí a la construcción de la súper gallina gigante. Un empleado del ayuntamiento, que recuerdo tenía unas gafas de cristal grueso y su piel estaba afectada por el mal de melancolía, iba dando algunas instrucciones a mi padre, entonces hicieron el esqueleto de madera de la gallina, le dieron forma con tela metálica, la forraron de goma espuma y la recubrieron de yeso o escayola y luego pintaron encima. A la par, todos los niños y niñas del barrio obteníamos los metros de tela correspondiente para el disfraz y un pequeño boceto que llevábamos a la costurera para que nos lo hiciera. Los niños íbamos de amarillo y las niñas de blanco. El día del coso, los más pequeños subían arriba de la carroza y los mayorcitos corrían por fuera de la carroza como gallinas fuera del gallinero. Por entonces, no era propio llevar bebidas en las manos e ir bebiendo y actuando como si no hubiese nadie mirándote. Mi padre fue el primero que descubrió mi vena artística, y es que dotó a la carroza de altavoces y micro y me subió en ella para que fuera cantando “La Gallina Turuleca” de Miliki, Fofo y Fofito, y no me quedé afónico no se por qué.
Los años siguientes, preparábamos con esmero los carnavales y semanas antes, ensayábamos en el patio de la Escuela de Doña Nieves de como teníamos que desfilar y que hacer. Un año, un tal León de nacionalidad inglesa, que actualmente vende los deliciosos creps en el carrito color violeta que se ven en las fiestas, nos enseñó un baile escocés. La carroza llevaba una gran reproducción de una botella del Whisky Johnnie Walker, patrocinador ese año de la carroza y la muchachada íbamos bailando en todo el coso, como si de un desfile de auténticos escoceses delante de la mismísima Reina de Inglaterra.
Y otro año, en que la carroza iba de casino de juegos, una completa baraja española caminaba detrás. Mi padre era el Rey de Espadas, yo el Caballo de Espadas y mi hermana la Sota de Espadas. Surgió un problema en el último momento. Yo llevaba uno de los caballos hecho de tela metálica recubierto de goma espuma y tela, pero mira por donde, se olvidaron de guardarme suficiente tela para el caballo. Mi padre se enfadó muchísimo y cogió el caballo y se desapareció. Volvió una hora antes del coso con el caballo terminado. El mío era diferente al de todos, mi caballo no era de tela, era de yeso aún medio fresco y pintado. Ahora, pesaba lo suyo, porque además la escayola aún estaba húmeda, pero era el más bonito de los cuatro. En el coso, corriendo con el caballo de un lado a otro, sentí como por las piernas cayó algo de dentro que casi hace que me viniera al suelo. Comprobé que era un estuche de crillones de colores, que mi hermana me había escondido ese mismo día en la tarde, menos mal que no me caí con caballo incluido, aunque poco faltó, ella se rió no se sabe cuanto, yo aún aguantaba las ganas de pelearme nuevamente con ella, como era casi a diario.
Cuando terminé en esos años en los que salía con los vecinos y la cosa ya no siguió por orden o deseo de no se quién, comenzaron los carnavales de adolescente por el coso y por las noches en El Mercantil (La Democracia).
Los disfraces para el coso, y en general, tenían que ser un derroche de imaginación e ingenio, porque además no solo había que lucirlo, sino sacarle partido. Se actuaba, las mascaritas cogían el rol de lo que iban disfrazadas: la monja embarazada se paseaba con la biblia en las manos con cara de haber sido “por la gracia de Dios”, otra embarazada aparecía vestida con traje de novia a reventar y se desmayaba, el viejo hacía temblar sus manos y piernas, mientras flirteaba con las jovencitas, los bomberos se metían con las mangueras por medio del público, los falsos policías detenían a los que miraban el coso. En definitiva, el público estaba expuesto a cualquier fechoría que le realizara cualquier mascarita. El viernes antes de carnaval, en la puerta de las fiestas de invierno, siempre aparecía varios grupos, uno de ellos comandado por Juanita Manrique, Carmita de la Hoz, Milagros Melero, hasta diez o quince, que mostraban un trabajo envidiable en disfraces muy elaborados, aunque eso si, todas llevaban antifaz. En El Almacén, a eso de la media noche, aparecía Cesar Manrique con mucho de sus amigos. Un año iba con una malla enteriza negra y todos los adornos eran unas bolas plateadas de distintos tamaños, pegadas a la malla.
Pasado el viernes, luego el sábado, el coso del lunes, el maravilloso entierro de la sardina donde un despliegue de viudas lloraban y se desmayaban detrás la querida sardina, aún quedaba lugar para el Sábado de Piñata en la Sociedad Democracia. Todos acudían vestidos con un pijama, acompañados de candelabros en las manos, palmatorias, escupideras, etc etc. Un trocito de mi carnaval..
En mi línea habitual de relatos, me voy a referir a los carnavales que gocé cuando aún tenía siete años. Los primeros carnavales que recuerdo son los de mascarita que por mi calle, y a falta de disfraces, los vecinos recorrían refajados con ropas de parientes. En su mayoría eran mujeres que se disfrazaban de hombres rellenando los sobrantes con almohadas o trapos para disimular la silueta, y por supuesto antifaz o careta y voz aguda de mascarita. Esas mascaritas que parecían conocer a todos y buscaban algún secreto confesable, a lo que la gente contestaba riéndose y adivinando quienes podrían ser. Nosotros, los más pequeños veíamos, protegidos por la barrera formada por los pies de los mayores, a las mascaritas que gritaban y corrían y bailaban de un lado a otro.
En la calle Jacinto Borges, había más de una tienda. Estaban Melquíades, Andrea, Amelia, Pano y Martín casi al final de la calle. Melquíades, tenía una pequeña tienda, no era la más importante, pero la que tenía más golosinas y en la época de carnavales, vendía diferentes tipos de antifaz, en su mayoría de cartón, que aún no se si él mismo los hacía.
Por entonces, el Ayuntamiento de Arrecife en los carnavales, subvencionaba a grupos interesados en salir en el coso, para que pudiesen hacer carrozas y vestuario siempre con un tema. Los primeros años, apenas con siete años, esperaba ansioso salir de clase a las 5 de la tarde, para merendar y salir corriendo a la explanada amurallada frente al Castillo de San Gabriel, donde se hacían la mayoría de las carrozas. Allí, mi padre, carpintero, junto a otros empleados del ayuntamiento y aficionados, iban construyendo las carrozas para el carnaval. Yo ayudaba a mi padre y me recorría todos los rincones e iba viendo como día a día iban cogiendo forma aquellas carrozas. El primer año recuerdo que no se hizo una carroza en condiciones, fue algo pensado a última hora, o eso me pareció a mí, ahora que lo recuerdo. Y con algunos vecinos, nos disfrazamos de indios y las carrozas eran los propios coches a los que se les habían colocado cañas y telas simulando las tiendas de los indios. Nosotros los más pequeños corríamos por entre las cabañas y emitíamos los sonidos de guerra de los indios. Ese disfraz me costó lágrimas. Y es que casi dos días antes del coso, era imposible conseguir que alguien me hiciera el disfraz. Avispado como era, me recorrí las tiendas de Arrecife, Arencibia, Ferrer, Prats, y fue en Lasso donde encontré un disfraz de indio, ¡el más bonito del mundo!. Dentro de la caja, venía el pantalón y la camisa que terminaba en flecos de una tela como de franela. Además tenía las plumas de la cabeza, hacha de goma y cinto. Los niños cuando eso, y por mucho que te lo digan, no somos conscientes de la situación económica en la que está una familia con cinco hijos, y yo me empeñaba en tener el disfraz. Después de tantas lágrimas derramadas, mi madre accedió a darme el dinero y me compré el maravilloso disfraz de jefe indio.
Al año siguiente, que fue cuando se comenzó a construir la carroza, el tema escogido era gallinas y gallos. La carroza era una gran gallina de aproximadamente 5 metros de altura, o más, y que estaba en un patio de una casa. La casa era lo que tapaba la cabina del camión. Cuando mi padre comenzó a realizar todas las barandillas, la caseta, entonces asistí a la construcción de la súper gallina gigante. Un empleado del ayuntamiento, que recuerdo tenía unas gafas de cristal grueso y su piel estaba afectada por el mal de melancolía, iba dando algunas instrucciones a mi padre, entonces hicieron el esqueleto de madera de la gallina, le dieron forma con tela metálica, la forraron de goma espuma y la recubrieron de yeso o escayola y luego pintaron encima. A la par, todos los niños y niñas del barrio obteníamos los metros de tela correspondiente para el disfraz y un pequeño boceto que llevábamos a la costurera para que nos lo hiciera. Los niños íbamos de amarillo y las niñas de blanco. El día del coso, los más pequeños subían arriba de la carroza y los mayorcitos corrían por fuera de la carroza como gallinas fuera del gallinero. Por entonces, no era propio llevar bebidas en las manos e ir bebiendo y actuando como si no hubiese nadie mirándote. Mi padre fue el primero que descubrió mi vena artística, y es que dotó a la carroza de altavoces y micro y me subió en ella para que fuera cantando “La Gallina Turuleca” de Miliki, Fofo y Fofito, y no me quedé afónico no se por qué.
Los años siguientes, preparábamos con esmero los carnavales y semanas antes, ensayábamos en el patio de la Escuela de Doña Nieves de como teníamos que desfilar y que hacer. Un año, un tal León de nacionalidad inglesa, que actualmente vende los deliciosos creps en el carrito color violeta que se ven en las fiestas, nos enseñó un baile escocés. La carroza llevaba una gran reproducción de una botella del Whisky Johnnie Walker, patrocinador ese año de la carroza y la muchachada íbamos bailando en todo el coso, como si de un desfile de auténticos escoceses delante de la mismísima Reina de Inglaterra.
Y otro año, en que la carroza iba de casino de juegos, una completa baraja española caminaba detrás. Mi padre era el Rey de Espadas, yo el Caballo de Espadas y mi hermana la Sota de Espadas. Surgió un problema en el último momento. Yo llevaba uno de los caballos hecho de tela metálica recubierto de goma espuma y tela, pero mira por donde, se olvidaron de guardarme suficiente tela para el caballo. Mi padre se enfadó muchísimo y cogió el caballo y se desapareció. Volvió una hora antes del coso con el caballo terminado. El mío era diferente al de todos, mi caballo no era de tela, era de yeso aún medio fresco y pintado. Ahora, pesaba lo suyo, porque además la escayola aún estaba húmeda, pero era el más bonito de los cuatro. En el coso, corriendo con el caballo de un lado a otro, sentí como por las piernas cayó algo de dentro que casi hace que me viniera al suelo. Comprobé que era un estuche de crillones de colores, que mi hermana me había escondido ese mismo día en la tarde, menos mal que no me caí con caballo incluido, aunque poco faltó, ella se rió no se sabe cuanto, yo aún aguantaba las ganas de pelearme nuevamente con ella, como era casi a diario.
Cuando terminé en esos años en los que salía con los vecinos y la cosa ya no siguió por orden o deseo de no se quién, comenzaron los carnavales de adolescente por el coso y por las noches en El Mercantil (La Democracia).
Los disfraces para el coso, y en general, tenían que ser un derroche de imaginación e ingenio, porque además no solo había que lucirlo, sino sacarle partido. Se actuaba, las mascaritas cogían el rol de lo que iban disfrazadas: la monja embarazada se paseaba con la biblia en las manos con cara de haber sido “por la gracia de Dios”, otra embarazada aparecía vestida con traje de novia a reventar y se desmayaba, el viejo hacía temblar sus manos y piernas, mientras flirteaba con las jovencitas, los bomberos se metían con las mangueras por medio del público, los falsos policías detenían a los que miraban el coso. En definitiva, el público estaba expuesto a cualquier fechoría que le realizara cualquier mascarita. El viernes antes de carnaval, en la puerta de las fiestas de invierno, siempre aparecía varios grupos, uno de ellos comandado por Juanita Manrique, Carmita de la Hoz, Milagros Melero, hasta diez o quince, que mostraban un trabajo envidiable en disfraces muy elaborados, aunque eso si, todas llevaban antifaz. En El Almacén, a eso de la media noche, aparecía Cesar Manrique con mucho de sus amigos. Un año iba con una malla enteriza negra y todos los adornos eran unas bolas plateadas de distintos tamaños, pegadas a la malla.
Pasado el viernes, luego el sábado, el coso del lunes, el maravilloso entierro de la sardina donde un despliegue de viudas lloraban y se desmayaban detrás la querida sardina, aún quedaba lugar para el Sábado de Piñata en la Sociedad Democracia. Todos acudían vestidos con un pijama, acompañados de candelabros en las manos, palmatorias, escupideras, etc etc. Un trocito de mi carnaval..
1 comentario:
Ya decía yo que te estabas dejando ir con esto de escribir en el blog... Chaaaaacho. Pero que niño más guapo con el mapa de Europa detrás. Tienes que ser tu, y es que los ojos y la boca te delatan. Mi madre tenía (bueno tenía y tiene, creo) una diadema parecida a la que tiene agarrando el velo la novia barbuda y embarazada. Que risa. Y las carrozas guapísimas. Hoy en día las superan unas pocas. Es que las mascaritas y los carnvales en general ya no son lo que eran...
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