Mucho ha llovido en la Semana Santa, desde hace al menos unos 20 años aproximadamente.
Por entonces, recuerdo que nuestra diversión estaba en la preparación de los días previos de Semana Santa en la Iglesia de San Ginés. Braulio de León, que fue director de la Coral Polifónica San Ginés, trabajaba activamente en los actos de la Semana Santa, sobre todo, en la preparación del Monumento del Jueves Santo. Un derroche de imaginación, ponían ese día, un pedacito de cielo en la tierra. Hoy me parece casi asombroso todo lo que hacíamos, ya que bajo la batuta de Braulio, nosotros, los muchachos, trabajábamos por las noches, una vez terminada la misa de ocho. El sótano, el camerín y la sacristía de la iglesia, era nuestro lugar de trabajo para tener todo previsto para el Jueves Santo. Al mismo tiempo, y días previos, se reunían un grupo de mujeres que frotaban los candelabros con líquido para limpiar la plata y metales y se dejaban los dedos sacando brillo a todos los jarrones y candelabros. A veces tenían que ir hasta dos veces más, a seguir limpiando, porque eran muchos objetos de plata y metal los que habían en la Iglesia de San Ginés. Cabe recordar, que por entonces, la fábrica de Pescado Garavilla, emitía un olor nauseabundo en todo Arrecife, y esas emisiones dejaban toda la plata en color negro y rojizo. ¡Dios mío, quien sabe lo que tragamos entonces con esas emisiones pestilentes!.
Cierto es, que Braulio tenía una peculiar forma de llevar las cosas y organizar el cotarro. Siempre dejaba a todos con una sorpresa final que ni el mismo sabía que reacción iba a generar. No llevaba papeles encima, ni jamás realizó un boceto sobre lo que pensaba hacer. Nosotros trabajábamos a ciegas. Esto es, - Coge aquí esto y píntalo de blanco-, - coge aquello y píntale los ribetes dorados-, y así íbamos haciendo y acumulando material para, por fin, montar el miércoles santo por la noche y volver a la mañana siguiente a terminar el Monumento del Jueves Santo.
En la mañana del Jueves Santo, Braulio nos mandaba a casa de Doña esta y Doña la otra, a recoger el mantel de la mesa del altar, la otra los paños del cáliz y la patena, la otra las toallas para lavar los pies a los monaguillos, y así unas cuantas paradas en casas de señoras devotas que tenían preparado con esmero y mucho almidón, distintos ornamentos necesarios para esa noche. Ellas eran poseedoras de tal responsabilidad todos los años.
El Monumento se instalaba en la parte trasera del Altar Mayor, comenzaba a montarse desde abajo, con mesas, tarimas viejas remendadas, todo ese armatoste que se elevaba casi a ocho metros de altura, que luego se revestía de tela blanca de raso y sobre ella se colocaban infinidad de candelabros de madera y de plata, y jarrones de flores en una explosión tal, que en mi vida había visto tanta flores juntas, ni en la floristería de Teresita en la calle Triana. Éstas venían expresamente de Tenerife, y se pedían con antelación al invernadero. Casi siempre se combinaban dos colores, el blanco era uno de ellos y el amarillo era el otro que mas acompañaba, aunque cada año variaba a un rosa o rojo. Claveles, gladiolos, y rara vez rosas o margaritas. Para rematar los ramos de flores, Braulio nos llevaba al Restaurante Los Helechos de Haría, unas instalaciones que tenía colgados en sus techos infinidad de helechos, de ahí venía su nombre, y como cada año, le hacíamos un corte de pelo brutal a todas las jardineras que colgaban, y con todo ello marchábamos para la Iglesia de San Ginés, y el dueño, agradecido de tal colaboración y donación para la Semana Santa de San Ginés. En la casi madrugada del Miércoles Santo, Braulio, mandaba a comprar bocadillos y refrescos para pasar la noche. Entonces se sentaba en los primeros bancos de la nave central y miraba hacia el Altar Mayor. Comenzaba a dar instrucciones, mientras yo me mantenía en una escalera de seis o más metros de altura. Subía con un ramo de flores en la mano, un martillo y una tacha. Entonces me gritaba: – más a la derecha, más, más (y casi medio cuerpo fuera de la escalera colocaba la tacha y el adorno floral). – víralo hacia la derecha, no tanto…, no tanto… Que manos de plata tienes jodio!!
Sigo diciendo, que quiso Dios que no pasara nada afortunadamente en todos los años que nos encaramamos en esos altares.
El Jueves Santo por la mañana, se daban los últimos retoques a todo el monumento. Éste se escondía tras unas cortinas de más de diez metros de alto y todo el ancho del Altar Mayor, y después de la consagración, los monaguillos abrían las cortinas, a veces con cierta torpeza que hacía trinar de rabia por lo bajo a Braulio, que con una llamada de atención les hacía señas para que la abrieran del todo. Y aparecía el monumento resplandeciente con más de 200 velas encendidas, que casi desde el comienzo de la misa iba encendiendo Gines padre y Marcial, con sumo cuidado. Utilizaban unas varas de dos metros que tenían un pabilo y con ellas llegaban a todas las velas. Al finalizar la Eucaristía, el sacerdote, armándose de valor, subía las empinadas escaleras cubiertas de tela de raso, con la custodia en las manos intentaba no pisarse la sotana, hasta llegar al Sagrario que siempre se colocaba en lo alto del Monumento. Haciendo equilibrio abría con la llave una pequeña puertita y depositaba la custodia dentro. Con el mismo equilibrio, bajaba las mismas escaleras hacia atrás porque era imposible dar la vuelta. Entonces, nosotros que cantábamos en un corito creado para la ocasión, no quitábamos ojo al sacerdote, no sea que fuera a dar un mal paso y cayese del monumento. Afortunadamente nunca pasó nada fatídico y todo transcurrió tranquilamente.
Desde el corito, que se situaba en el Altar del Carmen, me gustaba ver las caras de la gente cuando se abrían las cortinas y se apreciaba aquel derroche de imaginación celestial. Muchos se emocionaban, porque si alguien puede por un momento pensar en cómo sería el cielo, aquello era lo más que se aproximaba. La iglesia vestía como nunca. El palio estaba reluciente y bajo él, el sacerdote hacía una procesión a pie dentro de la iglesia mientras la gente seguía al coro que entonaba el “Cantemos al amor de los amores”. Olores de incienso y flores, velas encendidas…
Por la noche, sobre las once, comenzaba La Adoración. Braulio permanecía sentado mucho rato en silencio mirando su obra, sin casi pestañear, sin casi hacer caso de lo que sucedía alrededor, sin casi estar en la tierra. El Viernes Santo, era otro sin parar. Desde buena mañana, cuando aparecía por la Iglesia, ya estaban encaramados en los tronos mucha gente. Doña Soledad, era la responsable de la Virgen de Los Dolores, a diferencia de cualquier otra imagen, ella era la que llevaba mayor trabajo y mayor atención. La colocación de todo el ornamento era primordial, incluso las arrugas del pañuelo que llevaba en sus manos y la colocación del corazón de oro con los siete puñales, acompañaban a una cruz de zafiros donada por su más fiel devota, Doña Bienvenida de Paiz.
En ese entonces, el requerimiento que se nos pedía para ayudar era muy variado y a veces rentable. La madre de Don Rogelio Tenorio, Doña Isabel, me daba algo de dinero si me quedaba con ella mientras vestía a la fabulosa imagen de San Juan. Cierto que me hacía darme la vuelta para que no viese el tronco de su cuerpo, porque, me decía, me podía quitar devoción. Y ella lo vestía por la parte de atrás intentando no verlo por la parte delantera. Me decía que la imagen le mostraba mucho respeto y realmente lo que pasaba, era que le daba mucho miedo quedarse a solas con él en la sacristía. Ella traía la vestimenta de su casa, que guardaba cada año para ponérsela en Semana Santa. Por otro lado, aparecía por la iglesia, Toni Orosa, magnífico florista, que vestía y hacía unos ramos de escándalo para el cristo muerto. La relación que le unía con el Santo Sepulcro, como le llamaban, era que su padre lo había tallado, aunque Nenita Arroyo lo reclamaba diciendo que fue donación de su padre que regentaba una funeraria y que en deshuso lo regaló a la iglesia. Lo cierto, es que el Cristo Muerto quitaba la respiración al verlo con aquel sudario bordado en oro y los ramos de flores junto con los candelabros de cristal. Media iglesia salía a la calle en la tarde del Viernes Santo. Comenzaba la procesión, La Santa Cruz con el sudario, luego un trono con San Juan, la Verónica, San Pedro y la Magdalena. En otro la Virgen de Los Dolores en trono de plata, y por último el Cristo Muerto.
No había banda de música. Se colocaban a lo largo del recorrido unos altavoces en el que se oían canciones, principalmente orquestales, pero que transmitían mucho.
Ya cuando terminaba todas esas procesiones, pensábamos en la noche que nos venía encima, porque a eso de la una de la madrugada, comenzábamos a bajar de los tronos a los santos e intentar guardar todo, dentro de lo posible, que era imposible. El sábado por la mañana, Carmita de la Hoz, hacía una limpieza profunda de toda ornamentación y bajo la atenta mirada del Cristo Resucitado que se colocaba en lo alto del altar mayor, vestía con sobriedad y el refinamiento necesario, todo el altar. Era como una vuelta a la normalidad. Un grupo de amigos, veníamos ensayando durante un periodo de tiempo, las canciones para el Sábado de Resurrección. Las voces juveniles del corito y las canciones alegres, daban un aire de frescura a la celebración llena de simbolismo. Y con eso, y con una chocolatada terminaba una semana frenética en una de las semanas santas vividas al amparo de la Iglesia de San Ginés. De cuyos recuerdos, todos agradables, me asoman a la cabeza.
Por entonces, recuerdo que nuestra diversión estaba en la preparación de los días previos de Semana Santa en la Iglesia de San Ginés. Braulio de León, que fue director de la Coral Polifónica San Ginés, trabajaba activamente en los actos de la Semana Santa, sobre todo, en la preparación del Monumento del Jueves Santo. Un derroche de imaginación, ponían ese día, un pedacito de cielo en la tierra. Hoy me parece casi asombroso todo lo que hacíamos, ya que bajo la batuta de Braulio, nosotros, los muchachos, trabajábamos por las noches, una vez terminada la misa de ocho. El sótano, el camerín y la sacristía de la iglesia, era nuestro lugar de trabajo para tener todo previsto para el Jueves Santo. Al mismo tiempo, y días previos, se reunían un grupo de mujeres que frotaban los candelabros con líquido para limpiar la plata y metales y se dejaban los dedos sacando brillo a todos los jarrones y candelabros. A veces tenían que ir hasta dos veces más, a seguir limpiando, porque eran muchos objetos de plata y metal los que habían en la Iglesia de San Ginés. Cabe recordar, que por entonces, la fábrica de Pescado Garavilla, emitía un olor nauseabundo en todo Arrecife, y esas emisiones dejaban toda la plata en color negro y rojizo. ¡Dios mío, quien sabe lo que tragamos entonces con esas emisiones pestilentes!.
Cierto es, que Braulio tenía una peculiar forma de llevar las cosas y organizar el cotarro. Siempre dejaba a todos con una sorpresa final que ni el mismo sabía que reacción iba a generar. No llevaba papeles encima, ni jamás realizó un boceto sobre lo que pensaba hacer. Nosotros trabajábamos a ciegas. Esto es, - Coge aquí esto y píntalo de blanco-, - coge aquello y píntale los ribetes dorados-, y así íbamos haciendo y acumulando material para, por fin, montar el miércoles santo por la noche y volver a la mañana siguiente a terminar el Monumento del Jueves Santo.
En la mañana del Jueves Santo, Braulio nos mandaba a casa de Doña esta y Doña la otra, a recoger el mantel de la mesa del altar, la otra los paños del cáliz y la patena, la otra las toallas para lavar los pies a los monaguillos, y así unas cuantas paradas en casas de señoras devotas que tenían preparado con esmero y mucho almidón, distintos ornamentos necesarios para esa noche. Ellas eran poseedoras de tal responsabilidad todos los años.
El Monumento se instalaba en la parte trasera del Altar Mayor, comenzaba a montarse desde abajo, con mesas, tarimas viejas remendadas, todo ese armatoste que se elevaba casi a ocho metros de altura, que luego se revestía de tela blanca de raso y sobre ella se colocaban infinidad de candelabros de madera y de plata, y jarrones de flores en una explosión tal, que en mi vida había visto tanta flores juntas, ni en la floristería de Teresita en la calle Triana. Éstas venían expresamente de Tenerife, y se pedían con antelación al invernadero. Casi siempre se combinaban dos colores, el blanco era uno de ellos y el amarillo era el otro que mas acompañaba, aunque cada año variaba a un rosa o rojo. Claveles, gladiolos, y rara vez rosas o margaritas. Para rematar los ramos de flores, Braulio nos llevaba al Restaurante Los Helechos de Haría, unas instalaciones que tenía colgados en sus techos infinidad de helechos, de ahí venía su nombre, y como cada año, le hacíamos un corte de pelo brutal a todas las jardineras que colgaban, y con todo ello marchábamos para la Iglesia de San Ginés, y el dueño, agradecido de tal colaboración y donación para la Semana Santa de San Ginés. En la casi madrugada del Miércoles Santo, Braulio, mandaba a comprar bocadillos y refrescos para pasar la noche. Entonces se sentaba en los primeros bancos de la nave central y miraba hacia el Altar Mayor. Comenzaba a dar instrucciones, mientras yo me mantenía en una escalera de seis o más metros de altura. Subía con un ramo de flores en la mano, un martillo y una tacha. Entonces me gritaba: – más a la derecha, más, más (y casi medio cuerpo fuera de la escalera colocaba la tacha y el adorno floral). – víralo hacia la derecha, no tanto…, no tanto… Que manos de plata tienes jodio!!
Sigo diciendo, que quiso Dios que no pasara nada afortunadamente en todos los años que nos encaramamos en esos altares.
El Jueves Santo por la mañana, se daban los últimos retoques a todo el monumento. Éste se escondía tras unas cortinas de más de diez metros de alto y todo el ancho del Altar Mayor, y después de la consagración, los monaguillos abrían las cortinas, a veces con cierta torpeza que hacía trinar de rabia por lo bajo a Braulio, que con una llamada de atención les hacía señas para que la abrieran del todo. Y aparecía el monumento resplandeciente con más de 200 velas encendidas, que casi desde el comienzo de la misa iba encendiendo Gines padre y Marcial, con sumo cuidado. Utilizaban unas varas de dos metros que tenían un pabilo y con ellas llegaban a todas las velas. Al finalizar la Eucaristía, el sacerdote, armándose de valor, subía las empinadas escaleras cubiertas de tela de raso, con la custodia en las manos intentaba no pisarse la sotana, hasta llegar al Sagrario que siempre se colocaba en lo alto del Monumento. Haciendo equilibrio abría con la llave una pequeña puertita y depositaba la custodia dentro. Con el mismo equilibrio, bajaba las mismas escaleras hacia atrás porque era imposible dar la vuelta. Entonces, nosotros que cantábamos en un corito creado para la ocasión, no quitábamos ojo al sacerdote, no sea que fuera a dar un mal paso y cayese del monumento. Afortunadamente nunca pasó nada fatídico y todo transcurrió tranquilamente.
Desde el corito, que se situaba en el Altar del Carmen, me gustaba ver las caras de la gente cuando se abrían las cortinas y se apreciaba aquel derroche de imaginación celestial. Muchos se emocionaban, porque si alguien puede por un momento pensar en cómo sería el cielo, aquello era lo más que se aproximaba. La iglesia vestía como nunca. El palio estaba reluciente y bajo él, el sacerdote hacía una procesión a pie dentro de la iglesia mientras la gente seguía al coro que entonaba el “Cantemos al amor de los amores”. Olores de incienso y flores, velas encendidas…
Por la noche, sobre las once, comenzaba La Adoración. Braulio permanecía sentado mucho rato en silencio mirando su obra, sin casi pestañear, sin casi hacer caso de lo que sucedía alrededor, sin casi estar en la tierra. El Viernes Santo, era otro sin parar. Desde buena mañana, cuando aparecía por la Iglesia, ya estaban encaramados en los tronos mucha gente. Doña Soledad, era la responsable de la Virgen de Los Dolores, a diferencia de cualquier otra imagen, ella era la que llevaba mayor trabajo y mayor atención. La colocación de todo el ornamento era primordial, incluso las arrugas del pañuelo que llevaba en sus manos y la colocación del corazón de oro con los siete puñales, acompañaban a una cruz de zafiros donada por su más fiel devota, Doña Bienvenida de Paiz.
En ese entonces, el requerimiento que se nos pedía para ayudar era muy variado y a veces rentable. La madre de Don Rogelio Tenorio, Doña Isabel, me daba algo de dinero si me quedaba con ella mientras vestía a la fabulosa imagen de San Juan. Cierto que me hacía darme la vuelta para que no viese el tronco de su cuerpo, porque, me decía, me podía quitar devoción. Y ella lo vestía por la parte de atrás intentando no verlo por la parte delantera. Me decía que la imagen le mostraba mucho respeto y realmente lo que pasaba, era que le daba mucho miedo quedarse a solas con él en la sacristía. Ella traía la vestimenta de su casa, que guardaba cada año para ponérsela en Semana Santa. Por otro lado, aparecía por la iglesia, Toni Orosa, magnífico florista, que vestía y hacía unos ramos de escándalo para el cristo muerto. La relación que le unía con el Santo Sepulcro, como le llamaban, era que su padre lo había tallado, aunque Nenita Arroyo lo reclamaba diciendo que fue donación de su padre que regentaba una funeraria y que en deshuso lo regaló a la iglesia. Lo cierto, es que el Cristo Muerto quitaba la respiración al verlo con aquel sudario bordado en oro y los ramos de flores junto con los candelabros de cristal. Media iglesia salía a la calle en la tarde del Viernes Santo. Comenzaba la procesión, La Santa Cruz con el sudario, luego un trono con San Juan, la Verónica, San Pedro y la Magdalena. En otro la Virgen de Los Dolores en trono de plata, y por último el Cristo Muerto.
No había banda de música. Se colocaban a lo largo del recorrido unos altavoces en el que se oían canciones, principalmente orquestales, pero que transmitían mucho.
Ya cuando terminaba todas esas procesiones, pensábamos en la noche que nos venía encima, porque a eso de la una de la madrugada, comenzábamos a bajar de los tronos a los santos e intentar guardar todo, dentro de lo posible, que era imposible. El sábado por la mañana, Carmita de la Hoz, hacía una limpieza profunda de toda ornamentación y bajo la atenta mirada del Cristo Resucitado que se colocaba en lo alto del altar mayor, vestía con sobriedad y el refinamiento necesario, todo el altar. Era como una vuelta a la normalidad. Un grupo de amigos, veníamos ensayando durante un periodo de tiempo, las canciones para el Sábado de Resurrección. Las voces juveniles del corito y las canciones alegres, daban un aire de frescura a la celebración llena de simbolismo. Y con eso, y con una chocolatada terminaba una semana frenética en una de las semanas santas vividas al amparo de la Iglesia de San Ginés. De cuyos recuerdos, todos agradables, me asoman a la cabeza.
2 comentarios:
Ay, trato de imaginarte en las situaciones que relatas y no se me hace difícil; te veo así de niño y con la misma cara de pillín, haciendo de las tuyas. Muy bueno el artículo, como siempre. iR
FELICITAR A LA COMUNIDAD PARROQUIAL DE SAN GINES Y A TODOS LOS QUE HACEN POSIBLE QUE ESTE TEMPLO ESTE TAN DIGNO. EL PASADO SABADO ACUDÍ A LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA Y ME QUEDÉ IMPRESIONADO. MUCHAS FELICIDADES A TODOS Y QUE SAN GINES DERRAME SUS GRACIAS SOBRE TODOS VOSOTROS.
MUCHAS PARROQUIAS DEBERIAN TOMAR EJEMPLO; DE VERDAD FELICIDADES
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