Me sorprendí la pasada semana cuando en la Cadena Ser, en un programa regional, hablaba un señor de edad, que decía que tenía dos joyas, una de ellas las Islas Canarias y la otra la ciudad de París. Esbocé una sonrisa, porque seguramente sería mi respuesta a una pregunta similar. Las Islas Canarias, decía el señor, al que poco después supe que la entrevista se la hacían porque había escrito un libro de poemas, había sido el diamante que de pequeño, obligado por un destino impuesto a su padre, permaneció toda su infancia en las Islas Canarias. Luego, de adulto, les reprochó, cual error habían cometido al dejar las Islas Canarias. Cual desilusión sintió cuando su hablar, enraizado con dejes canarios, se transformaba en un hablar de la parte de Cataluña sin definición alguna, cual desazón cuando sentía el frío invernal y echaba de menos las caricias de un sol brillante que se esparcía por toda la isla, y otras tantas cosas.
Entonces dijo, que la edad de oro para él fue aquella de los años 70, está claro que para otros sería los 80, seguramente los jóvenes de ahora recordarán ésta como su edad de oro. ¡Cuanta razón tenían sus palabras! Me llamó poderosamente la atención una observación que dijo, que me vino a la cabeza, y es como recordaba aquellas mujeres que colocaban una almohada en la ventana de su casa para apoyar sus brazos y miraban horas y horas al horizonte, en esas tardes lánguidas donde la calle era el espacio común de diversión y distracción. Es cierto que con el tiempo, algunas palabras e imágenes no tengan el recuerdo que se merece, porque eran tan cotidianas que carecían de importancia. Tal es así, que pensando en esas cosas olvidadas, me acuerdo de la talega del pan. En mi casa había una talega de tela, como era lo propio, con una cinta en la boca que cerraba la abertura una vez el pan dentro. Hoy nos quejamos de las bolsas de plástico, del poder contaminante que tienen.
Con apenas ocho años, algunos días iba a la panificadora La Cuesta, unas cuatro calles más arriba, y corriendo cuesta arriba atravesaba, la calle La Palma, Pérez Galdós, Norte y El Tiburcio, oía la maquinaria y sentía el calor de la fábrica, allí salía el pan recién hecho. Me llevaba la talega compraba el pan, le pagaba aquél señor de bigote que seguramente estaba levantado desde las cinco de la madrugada, y salía corriendo para que se enfriara lo menos posible. Al llegar a casa, abría uno de los panes y lo untaba con mantequilla. No recuerdo que mis otros hermanos fuesen algún día a por el pan en la panificadora, y ahora no recuerdo si iba por voluntad propia o porque mi madre me mandaba. En cualquier caso no me costaba, disfrutaba de ello. Lo curioso es que para el almuerzo, el pan era diferente, era pan blanco, al menos así era en mi casa y creo que en la de muchos. Ese pan blanco venía más tarde a las tiendas y como dije, se comía en el almuerzo de las doce y cuarto de cualquier día de trabajo. El pan blanco era propio para ayudar a coger la comida o para mojar en la salsa o en la yema de los huevos fritos cubiertos de azúcar o sal, según el gusto.
4 comentarios:
Siempre es importante recordar cosas. Mantener el pasado presente en nuestras memorias para poder vivir un futuro mejor. Me ha encantado el post.
En mi casa también hay algunas talegas de pan. Fueron hechas y bordadas por mi madre y las usamos muchos años. Hoy en día, en vez de esas bolsas "que espero algún día mi madre me regale una", uso la bolsita que dan en la romería de Los Dolores con el abituayamiento para los romeros, y que tiene impresa la foto de la Virgen. Si alguien la tiene arrimada por cualquier cajón de la casa, ya le puede ir dando uso.
Buena observación!!, debemos retomar la TALEGA, en vez de darnos las bolsas de plástico deberían hacer una campaña para que nos regalaran una bolsa de tela, al final se ahorrarán dinero.
Por un momento me has trasladado a mi infancia y recordado los viejos momentos: esa talega de pan, ese coche de lolita que vendía los dulces a domicilio, esos juegos con mis primos, etc. iR
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